jueves, 30 de mayo de 2024

ZAHÁRAS

Viajé a la provincia de Cádiz hace ya treinta años. Me gustó mucho. Sin embargo, su lejanía y mi particular ritmo vital, en lo que al planteamiento anual de asuntos se refiere, hicieron que no desarrollase apego a la comarca. Ahora todo ha cambiado. Por razones familiares y por atravesar una etapa muy distinta de mi vida. Por eso he vuelto por allí, y tengo intención de seguir frecuentando una provincia que, pese a estar situada en el punto opuesto de la Península a la mía, me ha enganchado.

Recientemente acometí un viaje en moto que incluía varios objetivos de recorrido. Hoy doy cuenta de uno de ellos, ordenándolo o desordenándolo (no tengo muy claro cuál será el resultado) al integrarlo con algunos recuerdos de un par de viajes anteriores.

El recorrido en cuestión no es otro que la unión de dos “Zaharas”, la de la Sierra, algo montañosa y de interior, con la de los Atunes, costera e históricamente pesquera. Una conexión rodada que puede llevarse a cabo por diferentes rutas, entre las que resulta difícil decantarse por cuál de ellas recomendar, pues varias de ellas ofrecen verdaderos atractivos. En cualquier caso, es una ruta que atravesará la Sierra de Grazalema, las extensiones sobre las que se asientan muchos de los Pueblos Blancos gaditanos y nos llevará de norte a sur, sesgando el rumbo de este a oeste de un modo casi imperceptible.

Paisaje en ruta
 

Zahara de la Sierra muestra una estampa muy atractiva desde el norte. Desde la rápida carretera que va de Ronda a Jerez, o desde la más tortuosa y estrecha que, elevada, proviene de El Gastor. Este pueblo fue, precisamente, nuestro punto de partida en el viaje más reciente, así que obviamos acceder y detenernos en Zahara de la Sierra, y nos conformamos con divisarla desde arriba. A la localidad y al pantano que luce a sus pies. Y es que hacía pocas semanas que había estado paseando por las blancas y empinadas callejuelas de la Zahara más serrana, bajo el dominio de su peña y su castillo, antes de acabar parando a comer en un modesto restaurante en el que, a base de tapas y una apetitosa ración de queso payoyo, quedamos más que satisfechos.

Detalle de Zahara de la Sierra en 1992.

Panorámica de Zahara de la Sierra (1992).

Azulejos en la fachada de una casa particular. Tenía toda la pinta de ser el periplo vital de algunos "guiris".
 

Total, que, saltándonos esta vez el teórico punto de partida, orientamos nuestros manillares hacia la sierra. Hacia el sur y cuesta arriba. Éramos dos viajeros. Me acompañaba mi amigo F. Cada cual, en su montura, en estos tiempos motorizadas. Él con su Yamaha Tenere 700 y yo con mi veterana BMW GS 1200 de motor boxer. La ruta empezó de lo más entretenida, ciñéndonos al obligado caracoleo de montaña que la búsqueda de Grazalema plantea. Progresiva superación de desnivel, carretera estrecha, panorama pastoril alrededor y marchas cortas obligadas. Llegados al pueblo de Grazalema, nos detuvimos a repostar. Tampoco allí se hacía necesario prolongar la visita. Por mi parte ya lo había visitado en un par de ocasiones. Una con mucho calor y otra, muy reciente, con algo de lluvia y bastante frío. Dos ambientes típicos de allí y completamente diferentes. Entre una visita y otra habían pasado treinta años y, salvo unos accesos y un perímetro del casco urbano mucho más rústicos la primera vez, apenas pude percibir cambios demasiado notables en el pueblo. Su aspecto de “pueblo blanco de montaña”, así como sus encantos, parecen mantenerse a salvo de desacertadas novedades. El conjunto de casas blancas con sólidos tejados de tejas rojas se conserva bien, acostado longitudinalmente sobre una ladera de la sierra orientada hacia el norte, y con un entretenido callejeo que permite recorrer la longitud del pueblo, yendo y viniendo por dos calles principales casi paralelas.

 

Carreteras de acceso a Grazalema.

Un balcón de la localidad (1992).

Grazalema (1992).

Además de la visita urbana y los recorridos por carretera, la Sierra de Grazalema ofrece un buen catálogo de excursiones de montaña. Aquellos treinta años atrás recorrí con Myriam el sendero de la Garganta Verde. Un caminito bien marcado nos aproximó hasta un corte natural del terreno por el cual, en constante descenso, accedimos hasta el lecho de un río. Fueron varios centenares de metros de desnivel. Abajo, la garganta ofrecía sombra y exhibía vegetación. El río, a final de verano, estaba seco, pese a que en invierno se muestra fiero. El lecho se caracterizaba por presentar un caos de rocas y por irse estrechando progresivamente una vez que me dispuse a deambular por él. Hay allí una cueva con algunas estalactitas en su entrada. El regreso fue duro y penoso por la suma de factores fatigantes: el desnivel a remontar, el exceso de calor y, una vez abandonado el lecho del río, la ausencia total de sombra. Myriam todavía me lo recuerda.

Entrando a la Garganta Verde

Myriam en el camino.

En el lecho de la garganta.

Todo lo contrario que nuestra última visita senderista a Grazalema. Aquel día llovía a ratos y una espesa niebla ocupaba toda la sierra. Habíamos logrado un permiso de acceso al sendero del Pinsapar y no quisimos perder la oportunidad. Aparcamos el coche en el punto de inicio más cercano a Grazalema y remontamos el pinar hasta una especie de cambio de vertiente. Desde allí, el sendero se torna de aspecto un poco más aéreo y apenas sube ni baja hasta que se adentra entre los pinsapos, mostrando magníficos ejemplares de tan valiosa especie de árboles que, valores botánicos aparte, resultan elegantes, vistosos y atractivos.

Adentrándonos en el Pisapar.
 

En nuestro viaje motero no pasamos por Ubrique, aunque es algo que podría elegirse. Jamás he estado allí, pero me consta que la localidad tiene una bien ganada fama en lo que a la confección de prendas de piel se refiere. En casa disfrutamos de un par de buenas cazadoras de cuero confeccionadas allí. Una es mía ¡fantástica! En todo caso, son muchas las opciones de Pueblos Blancos que engarzar en hipotético itinerario. Aquella primera vez, en coche y con constante banda sonora de flamenco clásico sonando, optamos por pasar por Medina-Sidonia y Arcos de la Frontera, entre otros. Pero esta vez con las motos la ruta fue diferente, alevosamente más secundaria y tortuosa. Primero unas curvas cerradas por tramo ascendente de bosque nos despidieron de Grazalema y, enseguida, remontamos el Puerto del Boyar (1103 m) e iniciamos un largo y entretenido descenso en el que los petriles ocupaban el lado abalconado de la calzada. En pleno descenso las vistas se iban abriendo, ofreciendo un amplio panorama de la vertiente sur de la sierra. Pasado El Bosque, tomamos una opción de carretera más secundaria todavía. Una que, parcialmente invadida por el reino vegetal en forma de flores y matas, nos llevó de modo muy entretenido hasta Algar. Un tramo de calzada muy estrecha con secciones de piso muy descoyuntado. Excelentes ratos de diversión para una pareja de jinetes asfálticos solitarios.

Pueblo blanco (1992).

Más pueblos blancos (1992).

Llegados a Algar, el centro del pueblo mostraba bastante animación dominguera y ciertas dificultades para aparcar, por lo que acabamos haciéndolo en una calle algo apartada, junto a la plaza de toros. Entramos en el bar “El Picaero” para tomarnos un café. Había cierto ambiente, aunque todo él alimentado por hombres, pero al menos de todas las edades. Adornos de hierro forjado con motivos ecuestres vaqueros decoraban las paredes. Buen lugar para descansar un poco a media mañana. Estábamos siendo afortunados al disfrutar de una temperatura ideal para ir en moto durante toda la jornada.

Aunque no sé dónde se puede considerar que finaliza la sierra, y no creo que sea algo que se pueda, ni que merezca la pena establecer de forma precisa, nosotros, creo que lo hicimos al pasar por Alcalá de los Gazules. Lo habíamos alcanzado gracias a más kilómetros de carreteras serpenteantes e ideales para motos de carácter viajero y generosos recorridos de suspensión. Tramos que recorren el borde oeste de la masa vegetal denominada Parque Natural de los Alcornocales. Alcalá surgió a nuestra derecha como un pueblo blanco “frontal”, grande y espectacular. Un denso conglomerado de fachadas que imponía presencia, reflejaba luz y contrastaba con todo el terreno natural circundante.

Algunas curvas, ya menos, y varias rectas, entonces ya sí, nos fueron haciendo avanzar, incluyendo unos tramos de vía de servicio que tomamos evitando autovía. La conducción acabó haciéndose más veloz al atravesar territorios menos accidentados, hasta que llegamos al pie de Vejer de la Frontera. Allí se impone un pindio ascenso para alcanzar el núcleo urbano, que está encaramado a un cerro. Aquellos treinta años antes también lo había visitado, callejeando una tarde por su laberinto de callejuelas y asomándome a algunos de sus puntos panorámicos. Es un pueblo hermoso y con buen ambiente. La impresión de entonces mantuvo vigencia esta vez. Me ha seguido pareciendo un precioso pueblo blanco. Me han comentado que puede considerarse como localidad límite de los “camperos”, entendidos estos como habitantes del campo de Cádiz, gente tradicionalmente ocupada en labores agrícolas y ganaderas, y, en cierto modo, menospreciada por los “marengos” (habitantes de la costa). Estos otros, cómo es lógico, centrados en la pesca como medio de vida primario. La plaza de la fuente mostraba animación dominical. Aparcamos las motos y buscamos dónde comer. A mitad de almuerzo, incluso empezaron a tocar en directo. Conseguimos sitio en una calle de acceso a la plaza, en las mesas exteriores de un restaurante italiano en el que me tomé un delicioso carpacho de carne de retinta. Homenaje “campero”.

Detalle de Vejer (1992)

Nuestras motos en Vejer

La fuente de la plaza (1992).

Enseguida llegamos Barbate, donde no nos detuvimos, y finalizamos conduciendo por la carretera que discurre a lo largo de toda la playa atlántica hacia el este, hasta alcanzar Zahara de los Atunes. Creo que siempre he llegado a esta otra Zahara por la misma carretera final. Esta vez era la tercera vez en hacerlo, y siempre ha sido en moto.

La primera fue en 1992. Viajábamos en una Suzuki 500 GSE. Al llegar, cruzamos el puente que permite superar una especie de marisma o brazo de mar, y nos topamos con bastantes chiquillos jugando en la calle. Entonces, una señora que conocía a mi primo E (maestro del colegio) nos indicó cuál era su casa. E nos presentó a algunas de sus amistades entre las que se encontraban varios gitanos ocupados (a distintas horas) en la pesca y en el flamenco. Por algunas ventanas de aquel pueblo pretérito se dejaban oir los sones. Y el pescado lo compraba mi primo en la callé, sin intermediarios, recién sacado del mar. Recuerdo cenar unas lubinas y ortigas de mar, bebiendo manzanilla bien seca. También recuerdo charlar con un gitano atunero en un chiringuito de la playa, que andaba proyectando cambiar de embarcación para pescar y “pasar moros”, aunque la vigilancia ya empezaba entonces a hacerse bastante presente. Nos dio la impresión de que, en aquellos años, las culturas del hachís, de la pesca y del flamenco, entretejían el modus vivendi de algunos habitantes locales. En todo caso, nosotros lo pasamos bien combinando veladas de chiringuitos nocturnos, con comidas a base de atún y otros pescados.

La segunda vez que visité Zahara de los Atunes fue en 2016. Aquella fue una visita exprés procedentes de la Base de Rota. Andábamos Myriam y yo recorriendo parte de España (ya en la BMW) enlazando visitas a familiares y amigos, celebrando, de alguna manera, nuestras bodas de plata. Lo de Rota tiene su explicación. El sacerdote que nos había casado veinticinco años antes había acabado desarrollando carrera como cura castrense en el ejército, y entonces estaba destinado en la base americana. Quedamos con él en la puerta de entrada, donde dejamos la moto, y nos enseñó todo aquello desde su coche. Fue como entrar en una película americana. Semáforos, calles, viviendas, coches y atuendos militares, tenían el mismo aspecto que estamos acostumbrados a ver en las películas estadounidenses. Nos invitó al bar de oficiales, nos celebró una ceremonia privada en la capilla y nos enseñó el puerto con algunas fragatas y un portaviones. En cuanto a Zahara de los Atunes, cruzado el mismo puente de la otra vez, un gran cambio de apariencia nos abofeteó de inmediato. Estaba plagado de veraneantes y muchas casas habían sido transformadas en locales de ocio. El pueblo había crecido mucho y había perdido la prevalencia de paisanaje local. Por no haber, casi no había ya barcas de pesca en la playa. Mi primo, como siempre, nos llevó a cenar a uno de “sus sitios”. Lo hicimos en modo degustación y un poco a base de atún de almadraba. Sin duda, gracias sus "influencias".

Esta vez, con F, tras cruzar el puente por tercera vez, he notado que el dominio de negocios turísticos sigue imponiéndose. Estaban también acabando una remodelación urbanística y una nueva urbanización a punto de estrenar ocupaba terrenos antes despejados. Zahara sigue creciendo y se consolida como una localidad atractora de visitantes de temporada. Todo ello ocupó parte de la conversación que nos entretuvo tras el reencuentro. F y yo nos juntamos con E y Jacobo, que había ido por su cuenta. E ha tenido, desde siempre, una gran afición a la fotografía. Consecuencia de ello es una amplia colección de volúmenes editados con fotografías de sus múltiples viajes por el mundo, de su afición al flamenco, etc. Y, como es lógico, atesora una extensa colección de fotografía “etnográfica” de las casi cuatro décadas que hace que es vecino de Zahara de los Atunes. Gracias a sus libros pudimos retrotraernos a los tiempos en los que la playa era el centro neurálgico de la pesca, y la calle el eje de las relaciones sociales del lugar. Los retratos de las personas de hace algunas décadas resultan de lo más expresivos, ponen cara al cambio experimentado desde entonces hasta ahora. Nuestra parada en Zahara de los Atunes, en cierto modo final conceptual de este viaje, se completó con un magnífico baño en la playa y con una divertida cena al aire libre, a base de atún salvaje y otras delicias vegetales o marinas. A la mañana siguiente nos despedimos con un animado desayuno de bar. Nosotros, mi primo y dos de sus amistades. Todos ellos gente de diferentes puntos de España que, desde hace tiempo, decidieron afincarse allí, quizás huyendo de otros modos de vida y ataduras, para, en cierto modo, disfrutar de una especie de retiro vital que únicamente interrumpen en temporada alta veraniega, cuando sienten que la marabunta “les echa”.

Jacobo en la playa de Zahara de los Atunes.

La playa bien despejada.

Característica torre de Zahara de los Atunes
 

Dos de mis viajes a Zahara de los Atunes han incluido salidas en dirección este. Las voy a integrar en este final. Lo primero que podría recomendar es acercarse a la playa de Bolonia, desviándose hacia la derecha a los pocos kilómetros de haber abandonado Zahara. Es una playa amplia y hermosa que, como atractivo especial, alberga las ruinas de una planta atunera romana en mitad del arenal. Hace las mencionadas tres décadas, el viento nos invitó a no quedarnos disfrutando de una jornada playera, pero, tras la visita a las ruinas, nos dimos un sabroso homenaje en uno de los chiringuitos dispuestos a la entrada de la playa. Entonces eran tres y bastante destartalados, ahora mismo lo ignoro.

Ruinas en Bolonia (1992).

Runias y mar (1992).

Playa de Bolonia (1992).

De nuevo en ruta, poco más allá, en esta ocasión nosotros tomamos la ruta interior de Facinas. Ofrece una carretera muy estrecha y de firme notablemente quebrado, que ya parece atravesar una especie de pre-alcornocal. Está trazada por la denominada cañada de la Jara y permite acercarse al Santuario de Nuestra Señora de la Luz. El lugar está cerca de, y tiene que ver con, Tarifa. En el noventa y dos, Tarifa nos mostró un ejemplo de contraste y divorcio absoluto entre subculturas. Pasamos unas horas dentro del mundillo del windsurf, al sol en uno de sus chiringuitos-base, rodeados de “furgos” y mirando a la extensa playa. Por el contrario, la tarde la dedicamos a visitar la ciudad. Caminamos hasta el istmo que ocupa una sólida fortaleza de defensa, recorrimos el tradicional urbanismo sureño de callejuelas, y hasta asistimos, por sorpresa, a la procesión de la Virgen de la Luz. Mucho bullicio. Las niñas vestían trajes flamencos de volantes y lunares. Hubo gran asistencia de gente. Nos pareció percibir seria devoción de señoras atentas al paso de la comitiva, orgullo de otras desfilando, pasión por parte de los espectadores locales, tradición en el comportamiento de pequeños y grandes, andares rítmicos de los costaleros, extrañadas miradas de extranjeros, peinetas, mantones, vestidos de gala, representación de las fuerzas “vivas” (y no tanto) institucionales, y fuerte música de bandas del pueblo. Nada que ver con los colorines de las velas y atuendos surfistas, la combinación deportivo-ociosa del ambiente playero windsurfista, la moda acelerada y siempre cambiante de las tendencias deportivo-aventureras, etc. Ignoro si existe algún tipo de relación entre ambos mundos vecinos, desde luego que, entonces, con una simple visita, uno se percataba de que ambos vivían de espaldas entre sí.

La Suzuki en primer plano camino de Tarifa.

Tarifa windsurfista (1992).

Nuestra parada actual, no la de entonces, que ya he señalado en Tarifa, fue en el alto del Mirador del Estrecho. El día nos regaló bastante buena visibilidad del tráfico marítimo, de la costa hispana y de las elevaciones del norte africano. Un buen punto en el que reflexionar un poco sobre muchos asuntos, hacerse una foto y descansar antes de volver a sumergirse en un tráfico costero incómodo y desagradable para proseguir bordeando Algeciras, un lugar que no nos parecía sugerente, ni atractivo. En todo caso, teníamos otro objetivo claro en mente, y lo alcanzamos. Pero ese será otro relato, correspondiente a otro Camino.


Los dos viajeros moteros del presente.

El Estrecho.

 

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