Viajé a la provincia de Cádiz
hace ya treinta años. Me gustó mucho. Sin embargo, su lejanía y mi particular
ritmo vital, en lo que al planteamiento anual de asuntos se refiere, hicieron
que no desarrollase apego a la comarca. Ahora todo ha cambiado. Por razones
familiares y por atravesar una etapa muy distinta de mi vida. Por eso he vuelto
por allí, y tengo intención de seguir frecuentando una provincia que, pese a estar
situada en el punto opuesto de la Península a la mía, me ha enganchado.
Recientemente acometí un viaje en
moto que incluía varios objetivos de recorrido. Hoy doy cuenta de uno de ellos,
ordenándolo o desordenándolo (no tengo muy claro cuál será el resultado) al
integrarlo con algunos recuerdos de un par de viajes anteriores.
El recorrido en cuestión no es
otro que la unión de dos “Zaharas”, la de la Sierra, algo montañosa y de
interior, con la de los Atunes, costera e históricamente pesquera. Una conexión
rodada que puede llevarse a cabo por diferentes rutas, entre las que resulta
difícil decantarse por cuál de ellas recomendar, pues varias de ellas ofrecen verdaderos
atractivos. En cualquier caso, es una ruta que atravesará la Sierra de
Grazalema, las extensiones sobre las que se asientan muchos de los Pueblos
Blancos gaditanos y nos llevará de norte a sur, sesgando el rumbo de este a
oeste de un modo casi imperceptible.
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Paisaje en ruta
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Zahara de la Sierra muestra una
estampa muy atractiva desde el norte. Desde la rápida carretera que va de Ronda
a Jerez, o desde la más tortuosa y estrecha que, elevada, proviene de El
Gastor. Este pueblo fue, precisamente, nuestro punto de partida en el viaje más
reciente, así que obviamos acceder y detenernos en Zahara de la Sierra, y nos
conformamos con divisarla desde arriba. A la localidad y al pantano que luce a
sus pies. Y es que hacía pocas semanas que había estado paseando por las
blancas y empinadas callejuelas de la Zahara más serrana, bajo el dominio de su
peña y su castillo, antes de acabar parando a comer en un modesto restaurante
en el que, a base de tapas y una apetitosa ración de queso payoyo, quedamos más
que satisfechos.
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Detalle de Zahara de la Sierra en 1992.
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Panorámica de Zahara de la Sierra (1992).
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Azulejos en la fachada de una casa particular. Tenía toda la pinta de ser el periplo vital de algunos "guiris".
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Total, que, saltándonos esta vez
el teórico punto de partida, orientamos nuestros manillares hacia la sierra. Hacia
el sur y cuesta arriba. Éramos dos viajeros. Me acompañaba mi amigo F. Cada cual,
en su montura, en estos tiempos motorizadas. Él con su Yamaha Tenere 700 y yo
con mi veterana BMW GS 1200 de motor boxer. La ruta empezó de lo más
entretenida, ciñéndonos al obligado caracoleo de montaña que la búsqueda de
Grazalema plantea. Progresiva superación de desnivel, carretera estrecha,
panorama pastoril alrededor y marchas cortas obligadas. Llegados al pueblo de
Grazalema, nos detuvimos a repostar. Tampoco allí se hacía necesario prolongar
la visita. Por mi parte ya lo había visitado en un par de ocasiones. Una con
mucho calor y otra, muy reciente, con algo de lluvia y bastante frío. Dos
ambientes típicos de allí y completamente diferentes. Entre una visita y otra
habían pasado treinta años y, salvo unos accesos y un perímetro del casco
urbano mucho más rústicos la primera vez, apenas pude percibir cambios
demasiado notables en el pueblo. Su aspecto de “pueblo blanco de montaña”, así
como sus encantos, parecen mantenerse a salvo de desacertadas novedades. El
conjunto de casas blancas con sólidos tejados de tejas rojas se conserva bien,
acostado longitudinalmente sobre una ladera de la sierra orientada hacia el norte,
y con un entretenido callejeo que permite recorrer la longitud del pueblo,
yendo y viniendo por dos calles principales casi paralelas.
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Carreteras de acceso a Grazalema.
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Un balcón de la localidad (1992).
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Grazalema (1992).
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Además de la visita urbana y los
recorridos por carretera, la Sierra de Grazalema ofrece un buen catálogo de
excursiones de montaña. Aquellos treinta años atrás recorrí con Myriam el
sendero de la Garganta Verde. Un caminito bien marcado nos aproximó hasta un
corte natural del terreno por el cual, en constante descenso, accedimos hasta
el lecho de un río. Fueron varios centenares de metros de desnivel. Abajo, la
garganta ofrecía sombra y exhibía vegetación. El río, a final de verano, estaba
seco, pese a que en invierno se muestra fiero. El lecho se caracterizaba por
presentar un caos de rocas y por irse estrechando progresivamente una vez que me
dispuse a deambular por él. Hay allí una cueva con algunas estalactitas en su
entrada. El regreso fue duro y penoso por la suma de factores fatigantes: el
desnivel a remontar, el exceso de calor y, una vez abandonado el lecho del río,
la ausencia total de sombra. Myriam todavía me lo recuerda.
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Entrando a la Garganta Verde
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Myriam en el camino.
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En el lecho de la garganta.
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Todo lo contrario que nuestra
última visita senderista a Grazalema. Aquel día llovía a ratos y una espesa
niebla ocupaba toda la sierra. Habíamos logrado un permiso de acceso al sendero
del Pinsapar y no quisimos perder la oportunidad. Aparcamos el coche en el
punto de inicio más cercano a Grazalema y remontamos el pinar hasta una especie
de cambio de vertiente. Desde allí, el sendero se torna de aspecto un poco más
aéreo y apenas sube ni baja hasta que se adentra entre los pinsapos, mostrando
magníficos ejemplares de tan valiosa especie de árboles que, valores botánicos
aparte, resultan elegantes, vistosos y atractivos.
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Adentrándonos en el Pisapar.
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En nuestro viaje motero no
pasamos por Ubrique, aunque es algo que podría elegirse. Jamás he estado allí,
pero me consta que la localidad tiene una bien ganada fama en lo que a la
confección de prendas de piel se refiere. En casa disfrutamos de un par de
buenas cazadoras de cuero confeccionadas allí. Una es mía ¡fantástica! En todo
caso, son muchas las opciones de Pueblos Blancos que engarzar en hipotético
itinerario. Aquella primera vez, en coche y con constante banda sonora de
flamenco clásico sonando, optamos por pasar por Medina-Sidonia y Arcos de la
Frontera, entre otros. Pero esta vez con las motos la ruta fue diferente, alevosamente
más secundaria y tortuosa. Primero unas curvas cerradas por tramo ascendente de
bosque nos despidieron de Grazalema y, enseguida, remontamos el Puerto del
Boyar (1103 m) e iniciamos un largo y entretenido descenso en el que los
petriles ocupaban el lado abalconado de la calzada. En pleno descenso las
vistas se iban abriendo, ofreciendo un amplio panorama de la vertiente sur de
la sierra. Pasado El Bosque, tomamos una opción de carretera más secundaria
todavía. Una que, parcialmente invadida por el reino vegetal en forma de flores
y matas, nos llevó de modo muy entretenido hasta Algar. Un tramo de calzada muy
estrecha con secciones de piso muy descoyuntado. Excelentes ratos de diversión
para una pareja de jinetes asfálticos solitarios.
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Pueblo blanco (1992).
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Más pueblos blancos (1992).
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Llegados a Algar, el centro del
pueblo mostraba bastante animación dominguera y ciertas dificultades para
aparcar, por lo que acabamos haciéndolo en una calle algo apartada, junto a la
plaza de toros. Entramos en el bar “El Picaero” para tomarnos un café. Había
cierto ambiente, aunque todo él alimentado por hombres, pero al menos de todas
las edades. Adornos de hierro forjado con motivos ecuestres vaqueros decoraban
las paredes. Buen lugar para descansar un poco a media mañana. Estábamos siendo
afortunados al disfrutar de una temperatura ideal para ir en moto durante toda
la jornada.
Aunque no sé dónde se puede
considerar que finaliza la sierra, y no creo que sea algo que se pueda, ni que
merezca la pena establecer de forma precisa, nosotros, creo que lo hicimos al
pasar por Alcalá de los Gazules. Lo habíamos alcanzado gracias a más kilómetros
de carreteras serpenteantes e ideales para motos de carácter viajero y generosos
recorridos de suspensión. Tramos que recorren el borde oeste de la masa vegetal
denominada Parque Natural de los Alcornocales. Alcalá surgió a nuestra derecha como
un pueblo blanco “frontal”, grande y espectacular. Un denso conglomerado de fachadas
que imponía presencia, reflejaba luz y contrastaba con todo el terreno natural
circundante.
Algunas curvas, ya menos, y
varias rectas, entonces ya sí, nos fueron haciendo avanzar, incluyendo unos
tramos de vía de servicio que tomamos evitando autovía. La conducción acabó
haciéndose más veloz al atravesar territorios menos accidentados, hasta que
llegamos al pie de Vejer de la Frontera. Allí se impone un pindio ascenso para
alcanzar el núcleo urbano, que está encaramado a un cerro. Aquellos treinta
años antes también lo había visitado, callejeando una tarde por su laberinto de
callejuelas y asomándome a algunos de sus puntos panorámicos. Es un pueblo
hermoso y con buen ambiente. La impresión de entonces mantuvo vigencia esta
vez. Me ha seguido pareciendo un precioso pueblo blanco. Me han comentado que
puede considerarse como localidad límite de los “camperos”, entendidos estos
como habitantes del campo de Cádiz, gente tradicionalmente ocupada en labores agrícolas
y ganaderas, y, en cierto modo, menospreciada por los “marengos” (habitantes de
la costa). Estos otros, cómo es lógico, centrados en la pesca como medio de vida
primario. La plaza de la fuente mostraba animación dominical. Aparcamos las
motos y buscamos dónde comer. A mitad de almuerzo, incluso empezaron a tocar en
directo. Conseguimos sitio en una calle de acceso a la plaza, en las mesas
exteriores de un restaurante italiano en el que me tomé un delicioso carpacho
de carne de retinta. Homenaje “campero”.
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Detalle de Vejer (1992)
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Nuestras motos en Vejer
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La fuente de la plaza (1992).
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Enseguida llegamos Barbate, donde
no nos detuvimos, y finalizamos conduciendo por la carretera que discurre a lo
largo de toda la playa atlántica hacia el este, hasta alcanzar Zahara de los
Atunes. Creo que siempre he llegado a esta otra Zahara por la misma carretera
final. Esta vez era la tercera vez en hacerlo, y siempre ha sido en moto.
La primera fue en 1992. Viajábamos
en una Suzuki 500 GSE. Al llegar, cruzamos el puente que permite superar una
especie de marisma o brazo de mar, y nos topamos con bastantes chiquillos
jugando en la calle. Entonces, una señora que conocía a mi primo E (maestro del
colegio) nos indicó cuál era su casa. E nos presentó a algunas de sus amistades entre las que se encontraban varios gitanos ocupados (a distintas
horas) en la pesca y en el flamenco. Por algunas ventanas de aquel pueblo
pretérito se dejaban oir los sones. Y el pescado lo
compraba mi primo en la callé, sin intermediarios, recién sacado del mar.
Recuerdo cenar unas lubinas y ortigas de mar, bebiendo manzanilla bien seca.
También recuerdo charlar con un gitano atunero en un chiringuito de la playa,
que andaba proyectando cambiar de embarcación para pescar y “pasar moros”,
aunque la vigilancia ya empezaba entonces a hacerse bastante presente. Nos dio la
impresión de que, en aquellos años, las culturas del hachís, de la pesca y del
flamenco, entretejían el modus vivendi de algunos habitantes locales. En todo
caso, nosotros lo pasamos bien combinando veladas de chiringuitos nocturnos, con
comidas a base de atún y otros pescados.
La segunda vez que visité Zahara
de los Atunes fue en 2016. Aquella fue una visita exprés procedentes de la Base
de Rota. Andábamos Myriam y yo recorriendo parte de España (ya en la BMW)
enlazando visitas a familiares y amigos, celebrando, de alguna manera, nuestras
bodas de plata. Lo de Rota tiene su explicación. El sacerdote que nos había
casado veinticinco años antes había acabado desarrollando carrera como cura
castrense en el ejército, y entonces estaba destinado en la base americana. Quedamos
con él en la puerta de entrada, donde dejamos la moto, y nos enseñó todo
aquello desde su coche. Fue como entrar en una película americana. Semáforos,
calles, viviendas, coches y atuendos militares, tenían el mismo aspecto que
estamos acostumbrados a ver en las películas estadounidenses. Nos invitó al bar
de oficiales, nos celebró una ceremonia privada en la capilla y nos enseñó el puerto
con algunas fragatas y un portaviones. En cuanto a Zahara de los Atunes, cruzado
el mismo puente de la otra vez, un gran cambio de apariencia nos abofeteó de inmediato.
Estaba plagado de veraneantes y muchas casas habían sido transformadas en
locales de ocio. El pueblo había crecido mucho y había perdido la prevalencia
de paisanaje local. Por no haber, casi no había ya barcas de pesca en la playa.
Mi primo, como siempre, nos llevó a cenar a uno de “sus sitios”. Lo hicimos en
modo degustación y un poco a base de atún de almadraba. Sin duda, gracias sus
"influencias".
Esta vez, con F, tras cruzar el
puente por tercera vez, he notado que el dominio de negocios turísticos sigue imponiéndose.
Estaban también acabando una remodelación urbanística y una nueva urbanización
a punto de estrenar ocupaba terrenos antes despejados. Zahara sigue creciendo y
se consolida como una localidad atractora de visitantes de temporada. Todo ello
ocupó parte de la conversación que nos entretuvo tras el reencuentro. F y yo
nos juntamos con E y Jacobo, que había ido por su cuenta. E ha tenido, desde
siempre, una gran afición a la fotografía. Consecuencia de ello es una amplia
colección de volúmenes editados con fotografías de sus múltiples viajes por el
mundo, de su afición al flamenco, etc. Y, como es lógico, atesora una extensa
colección de fotografía “etnográfica” de las casi cuatro décadas que hace que
es vecino de Zahara de los Atunes. Gracias a sus libros pudimos retrotraernos a
los tiempos en los que la playa era el centro neurálgico de la pesca, y la
calle el eje de las relaciones sociales del lugar. Los retratos de las personas
de hace algunas décadas resultan de lo más expresivos, ponen cara al cambio
experimentado desde entonces hasta ahora. Nuestra parada en Zahara de los
Atunes, en cierto modo final conceptual de este viaje, se completó con un magnífico
baño en la playa y con una divertida cena al aire libre, a base de atún salvaje
y otras delicias vegetales o marinas. A la mañana siguiente nos despedimos con
un animado desayuno de bar. Nosotros, mi primo y dos de sus amistades. Todos
ellos gente de diferentes puntos de España que, desde hace tiempo, decidieron
afincarse allí, quizás huyendo de otros modos de vida y ataduras, para, en cierto
modo, disfrutar de una especie de retiro vital que únicamente interrumpen en
temporada alta veraniega, cuando sienten que la marabunta “les echa”.
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Jacobo en la playa de Zahara de los Atunes.
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La playa bien despejada.
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Característica torre de Zahara de los Atunes
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Dos de mis viajes a Zahara de los
Atunes han incluido salidas en dirección este. Las voy a integrar en este
final. Lo primero que podría recomendar es acercarse a la playa de Bolonia, desviándose
hacia la derecha a los pocos kilómetros de haber abandonado Zahara. Es una playa
amplia y hermosa que, como atractivo especial, alberga las ruinas de una planta
atunera romana en mitad del arenal. Hace las mencionadas tres décadas, el
viento nos invitó a no quedarnos disfrutando de una jornada playera, pero, tras
la visita a las ruinas, nos dimos un sabroso homenaje en uno de los
chiringuitos dispuestos a la entrada de la playa. Entonces eran tres y bastante
destartalados, ahora mismo lo ignoro.
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Ruinas en Bolonia (1992).
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Runias y mar (1992).
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Playa de Bolonia (1992).
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De nuevo en ruta, poco más allá,
en esta ocasión nosotros tomamos la ruta interior de Facinas. Ofrece una
carretera muy estrecha y de firme notablemente quebrado, que ya parece
atravesar una especie de pre-alcornocal. Está trazada por la denominada cañada de
la Jara y permite acercarse al Santuario de Nuestra Señora de la Luz. El lugar
está cerca de, y tiene que ver con, Tarifa. En el noventa y dos, Tarifa nos
mostró un ejemplo de contraste y divorcio absoluto entre subculturas. Pasamos
unas horas dentro del mundillo del windsurf, al sol en uno de sus
chiringuitos-base, rodeados de “furgos” y mirando a la extensa playa. Por el
contrario, la tarde la dedicamos a visitar la ciudad. Caminamos hasta el istmo
que ocupa una sólida fortaleza de defensa, recorrimos el tradicional urbanismo
sureño de callejuelas, y hasta asistimos, por sorpresa, a la procesión de la
Virgen de la Luz. Mucho bullicio. Las niñas vestían trajes flamencos de
volantes y lunares. Hubo gran asistencia de gente. Nos pareció percibir seria devoción
de señoras atentas al paso de la comitiva, orgullo de otras desfilando, pasión por
parte de los espectadores locales, tradición en el comportamiento de pequeños y
grandes, andares rítmicos de los costaleros, extrañadas miradas de extranjeros,
peinetas, mantones, vestidos de gala, representación de las fuerzas “vivas” (y
no tanto) institucionales, y fuerte música de bandas del pueblo. Nada que ver
con los colorines de las velas y atuendos surfistas, la combinación deportivo-ociosa
del ambiente playero windsurfista, la moda acelerada y siempre cambiante de las
tendencias deportivo-aventureras, etc. Ignoro si existe algún tipo de relación
entre ambos mundos vecinos, desde luego que, entonces, con una simple visita,
uno se percataba de que ambos vivían de espaldas entre sí.
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La Suzuki en primer plano camino de Tarifa.
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Tarifa windsurfista (1992).
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Nuestra parada actual, no la de
entonces, que ya he señalado en Tarifa, fue en el alto del Mirador del Estrecho.
El día nos regaló bastante buena visibilidad del tráfico marítimo, de la costa
hispana y de las elevaciones del norte africano. Un buen punto en el que reflexionar
un poco sobre muchos asuntos, hacerse una foto y descansar antes de volver a
sumergirse en un tráfico costero incómodo y desagradable para proseguir
bordeando Algeciras, un lugar que no nos parecía sugerente, ni atractivo. En
todo caso, teníamos otro objetivo claro en mente, y lo alcanzamos. Pero ese
será otro relato, correspondiente a otro Camino.
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Los dos viajeros moteros del presente.
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El Estrecho.
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1992, moto local en algún Pueblo Blanco. Las alforjas siguen vigentes en la actualidad. Hemos visto muchas, son del trenzado típico de la artesanía de El Gastor (y otros pueblos).
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