jueves, 30 de mayo de 2024

EL CAMINO INGLÉS

Tanto reciente ir y venir a la provincia de Cádiz, uno de los descubrimientos que he hecho es la existencia de una ruta apasionante. Quien me conozca bien, o aquellos lectores más asiduos al blog, saben de sobra que muestro un especial interés por las rutas que yo llamo conceptuales. Podría referirme a ellas como temáticas, pero no me gusta hacerlo porque entonces empiezan a sonar ya a institucionales o promocionadas artificialmente. Son rutas que, bien sea por la infraestructura que completan, el interés histórico que representan, la proliferación de lugares de interés que se ven conectados por un mismo hilo conductor, la tradición que atesoran, etc. (las justificaciones pueden ser muy diversas), cuando un viajero se pone a recorrerlas, puede hacerlo incorporando ese bagaje definitorio como parte importante del viaje. Y en Cádiz (o en su Málaga vecina) descubrí una de ellas. Una que no es larga, pero tiene una abrumadora colección de referencias históricas relativamente recientes. Referencias de viajeros.

Este descubrimiento referido es el denominado Camino Inglés, que conectaba Gibraltar con Ronda, pasando por… ¡vaya usted a saber! O ¡depende de las circunstancias o intereses! Pero, en cualquier caso, en la mayoría de las ocasiones, por Gaucín. Así pues, absténganse buscadores de caminos señalizados, o viajeros que pretendan aferrarse a un itinerario “oficial” que imponga pasos obligados por determinados sitios. No, aquí se va de Gibraltar a Ronda, o viceversa y, especialmente en la primera opción, uno puede decidir continuar explorando otros territorios más allá, regresar cambiando algo el trayecto o dar por finalizado el viaje allí.

Pero ¿qué es eso del Camino Inglés? ¿a qué atañe? Bien sencillo, el Camino Inglés hace referencia a un fenómeno histórico no puntual, sino de tendencia, que se produjo a lo largo de gran parte de los siglos XVIII y XIX, a causa de la ocupación británica del Peñón de Gibraltar. Como evidente punto estratégico que es, desde las perspectivas de soberanía, geopolítica, comercio y cuestiones bélicas, Gibraltar ha sido sede, a lo largo de toda su historia reciente, de variados destacamentos militares británicos. Soldadesca y oficiales que, según en qué periodos históricos, tenían mucho o poco que hacer y debían mantener diferentes estados de alerta. La cuestión es que, por aburrimiento, en muchos casos, o por sincero afán explorador y viajero, muchos de ellos se fueron aficionando a cruzar la frontera y adentrarse en territorio español para conocer el país, sus gentes y su cultura. También para participar en cacerías o para irse de juerga. Como entre los oficiales siempre hubo gente de carrera de origen aristócrata o burgués con niveles de formación elevados, bastantes de aquellos viajeros mostraron buenas dotes de observación y un evidente afán y afición a dejar constancia escrita (o dibujada) de sus andanzas. Relatos que se fueron publicando como guías de viaje, estudios etnográficos, cartas, etc.

El fenómeno inicial, gracias tanto al acierto descriptivo aportado por algunos de los pioneros, como al éxito obtenido por sus trabajos, fue, poco a poco, creando tendencia, de tal forma que la experiencia de viajar por Andalucía en general y la de enlazar Gibraltar con Ronda en particular, se fue erigiendo en una especie de clásico imprescindible para los viajeros que se preciaban de serlo, surgiendo nuevos textos y potenciándose progresivamente la tendencia. La propuesta caló muy hondo en pleno Romanticismo. Lo brusco del paisaje, la retrasada organización de la comarca, el clima, las costumbres, el reciente bandolerismo (que todavía coleaba un poco), etc. Espolearon la imaginación y el deseo de muchos extranjeros (y es que no fueron únicamente británicos) que acabaron sucumbiendo al hipotético atractivo de esta ruta.

En los primeros casos, aquellos a los que antes me he referido como pioneros (comentario que no debe ser tomado como clasificatorio, porque no hay argumentos suficientes como para establecer una clasificación), la opción andaluza vino a ir sustituyendo, poco a poco, nada más y nada menos que al Gran Tour (aquel viaje iniciático cultural que los británicos de clase alta implantaron a modo de reválida o paso de la juventud al estatus de adultos y que recorría Francia e Italia, con ligeras incursiones en Alemania, Suiza o Austria). El salto hacia España ofrecía mayor radicalidad y contraste, posibilidades de relatos o experiencias novedosas, no tan trilladas por viajeros anteriores, y un curioso ingrediente añadido que se ha llegado a calificar como de orientalismo. ¡Sí! Geografía teórica aparte, desde un punto de vista cultural y paisajístico, al sur de España se lo consideraba como “oriental”, en base a la gran influencia que la cultura musulmana había dejado en su territorio y sociedad. Sí actualmente todos entendemos lo que se quiere decir con oriente medio y oriente próximo, quizás entonces podrían haber acuñado alguna expresión como oriente al sur u oriente occidental.

El “camino” se encontraba, simultáneamente, muy solitario y transitado. Solitario porque al atravesar un entorno natural extenso, accidentado y en gran parte densamente cubierto de vegetación, los viajeros podían encontrarse solos y aislados. Además, a falta de un trazado marcado, las posibilidades de las trazas eran múltiples. Por otro lado, eran muchos los tipos de viajeros que utilizaban el Camino Inglés. Por su dificultad y estratégica localización, era una ruta habitual para los arrieros, profesionales del transporte de la época que cargaban y organizaban largas filas de mulas (preferentemente) cargadas con diferentes tipos de mercancías en las idas y las vueltas. Más discretos y procurando escoger itinerarios menos evidentes, pululaban por allí los contrabandistas, también estos en mulas, burros o a caballo, portando menor volumen de carga, pero más preciada e ilegal. Paños, tabaco y otras mercancías procedentes de Gibraltar, que estaban fuertemente penalizadas por los impuestos de entrada en España. Pese a que “la Roca” era el principal punto de entrada de productos para el contrabando a la Península, no era el único, habiendo otros resquicios de ingreso por la zona. Algo que actualmente parece seguir estando vigente, aunque en la actualidad centrado en “material” mucho más sensible: la droga y, y esto sí que resulta terrible, seres humanos (la inmigración ilegal). También se desplazaban algunos habitantes de la región, aunque en general poco. Personas de clases altas, majos con posibilidad de hacerlo o gente que estuviera emigrando por razones de trabajo o cambio de domicilio. Especialmente en los inicios de que el movimiento de extranjeros empezara a forjar el concepto de Camino Inglés, todavía se movían por allí algunos bandoleros. Más en la suposición y los relatos que en la realidad cuantitativa. Seguían surgiendo en las conversaciones de las gentes de la comarca y, desde luego, en los relatos escritos de los viajeros. De hecho, era un ingrediente clave para revalorizar cualquier texto, además de un romántico revulsivo para los lectores. Sin embargo, si hacemos caso a la extensa nómina de viajeros extranjeros que recorrieron el Camino, cuantitativamente hablando, la presencia de bandoleros ya resultaba casi quimérica, además de ir desapareciendo a lo largo de todo el siglo XIX.

El otro tipo de viajeros es el que nos ocupa aquí, el de los extranjeros. Aunque no fuera el único punto de partida, y en ocasiones ejerciera como el de salida, Gibraltar se había convertido en una efectiva puerta de entrada para viajeros foráneos, especialmente británicos y anglosajones. Además de los numerosos militares antes señalados, con el tiempo, la tipología de visitantes se fue ampliando. Hubo bastantes naturalistas con vocación científica, escritores y viajeros vocacionales. Desde luego, un significativo número de mujeres, la mayoría de ellas por iniciativa propia, a expensas suyas y con amigas del mismo sexo por compañía principal. De entre ellas, podemos mencionar a Lady Emmeline Sturat-Worthley (1806-1855), a quién algunos entendidos califican como la mayor viajera del siglo, implicando ello recorridos por los cinco continentes. Especial hincapié habría que hacer respecto a la proliferación de artistas del dibujo, la ilustración o el grabado. Algunos de ellos viajando por interés exclusivo en su propia obra, y otros complementándose con la labor del relator del viaje. En cualquier caso, nos estamos refiriendo siempre a personas muy cultivadas para la época, con posibilidades económicas, profesiones liberales y, en la mayoría de los casos, estudios universitarios. Como nota anecdótica, comentar que, curiosamente, de entre todos ellos, los ingleses se solían caracterizar por disfrazarse de majos andaluces para el viaje. Algunos por puro folclore, otros por mimetismo cultural y otros para intentar pasar lo más desapercibidos posible, de cara a los abusos en cobros, ataques de bandoleros, etc.

Retrato de Lady Emmeline. (Imagen: wikipedia; https://collectionimages.npg.org.uk/large/mw38710/Lady-Emmeline-Stuart-Wortley-ne-Manners.jpg).

La mayor parte de los relatos que se conservan de aquellos viajes, insisto en que son muchos, incluían el Camino Inglés dentro de algún periplo mucho mayor. Normalmente un viaje por Andalucía o España, e incluso, en algunos casos, como parte de un viaje “ibérico”, “mediterráneo”, “norteafricano”, etc. Prácticamente todos lo acometían en montura. Preferentemente a caballo, aunque también en mulas. Siempre con guías locales o de localidades andaluzas no demasiado lejanas. Únicamente a finales del siglo XIX, algunos otros viajeros empezaron a recorrer esta ruta en ferrocarril. Antes algunos habían empezado a acercarse a Ronda en diligencia desde Gobantes, donde les dejaba un tren. Pero es que en 1892 entraba en funcionamiento la línea de ferrocarril Algeciras – Bobadilla que, pasando por Gaucín, ponía fin al reinado del caballo y, en cierto modo, al concepto del Camino Inglés. Parte de ese medio de transporte es el que tomó el matrimonio Workmann (Fanny Bullock y William Hunter, de Massachussets) en 1897, al ser conscientes de que la falta de una mínima carretera no les iba a permitir avanzar en el medio de transporte por el que ellos se decantaron para viajar por España: ¡sus bicicletas!

William Hunter con las dos bicicletas en uno de sus viajes. (Imagen: conalforjas.com)

Ahora Fanny Bullock, en su bicicleta, al llegar a Toledo. (Imagen: conalforjas.com).
 

A los viajeros les llamaban mucho la atención las mujeres españolas, a las que consideraban de gran belleza, en especial a las jóvenes, con las que gustaban de flirtear en las veladas. Aunque, también, simultáneamente, a las de más edad por otros motivos como su capacidad de trabajo, resistencia, carácter, etc. Robert Dundas Murray explica el concepto de “movilizados”, que son jinetes no militares ni guardias civiles, a los que, en tiempos de cierto bandolerismo aún persistente, se les contrataba institucionalmente como escoltas por su conocimiento de las zonas de las que eran oriundos. De todas formas, era muy común que los viajeros que se encontraran por el camino, fueran extranjeros, arrieros o de otra condición, se agruparan durante el trayecto para darse mutua protección.

Entre los detalles que encontraban los viajeros de aquella época, el paisaje y la vegetación eran los aspectos que más llamaban su atención, aunque también los pueblos, las gentes y muchos otros hallazgos. Por ejemplo, la proliferación de restos de castillos de origen árabe coronando los cerros y peñas alrededor de los cuales se asentaban bastantes núcleos urbanos, algo que hoy en día se conserva en gran medida. Por lo general, aunque es algo que parece ir cambiando hacia el final del siglo XIX, la opinión sobre las posadas y las ventas en las que se alojaban era pésima. No así en relación con los guías contratados, que, en algunos casos, incluso acabaron con el establecimiento de lazos de amistad. Como se dieron viajes casi en cualquier época del año (aunque más en verano y primavera), bastantes de los viajeros fueron sorprendidos por las lluvias, algunas de ellas torrenciales. No debería extrañarnos porque es algo normal en la Serranía de Ronda, así como en Grazalema. Sé de lo que hablo.

A muchos les llamaba la atención la visión de cruces levantadas en algunos puntos concretos del camino. Más impresionados quedaban al enterarse de que su función no era otra que rememorar muertes violentas allí ocurridas. Aunque cierta inercia popular, alentada especialmente por los viajeros con la probable intención de revalorizar el riesgo de su “hazaña” al viajar por allí, asignaba tales asesinatos al bandolerismo, la verdad es que la mayoría de ellas provenían de riñas por terrenos o asuntos de celos. En todo caso, pese a los adelantos de la civilización, a día de hoy no nos sorprende seguir encontrando cruces, ramos de flores u otros motivos de recuerdo en las cunetas o guardarraíles de nuestras carreteras. Puede que la civilización se deje ver ahora en lo que tiene que ver con lo cualitativo, que los fallecimientos están causados por accidentes y no por ataques personales; pero en lo que respecta a lo cuantitativo (cantidad de fallecimientos en ruta), parece que no somos tan civilizados.

Un viajero hace referencia a la existencia de un tipo de empleados públicos que ya no existen, pero que todavía había cuando yo era niño y pasaba el verano con mi abuela en el pueblo. Me refiero al peón caminero, responsable de atender y mantener el tramo de vía que le correspondiera. Según lo que explica el viajero de entonces, aquellos trabajadores disfrutaban de una casa en la que la leyenda de “peón caminero” podía ser leída en el dintel de la entrada. Lo mismo que en el caso del de “mi” pueblo.

Antonio Garrido Domínguez, en su libro “Viajeros del XIX cabalgan por la Serranía de Ronda. El Camino Inglés” (La Serranía. Ronda, 2006), nos ofrece un magnífico trabajo de recopilación informativa sobre la historia del “camino”, los principales aspectos relacionados con su existencia y usos y, muy especialmente, una larga y detallada colección de viajeros ordenados casi cronológicamente. Excelente trabajo para quien esté más interesado en este fenómeno histórico, cultural y viajero. Aquí es absurdo hacer referencia a todos ellos, aunque me permito el lujo de apuntar algunos nombres. Antes de su lectura, ya había hecho acopio de algunas obras de tres de ellos. Washington Irving fue uno de los más famosos y de los primeros. Sus “Cuentos de la Alhambra” es una lectura que tengo pendiente (pero ya almacenada). Su importancia en este asunto es doble. La tiene como viajero pionero del Camino Inglés y, muy especialmente, como catalizador del mismo. Fueron muchos viajeros posteriores los que se animaron a emprender la ruta por su lectura y, en especial, los de procedencia estadounidense, un puñado de ellos nada despreciable.

Portada del libro de Garrido. (Imagen: La Serranía).

Pero el viajero británico especializado en España por excelencia fue Richard Ford. Con él cierra Garrido el listado de los que completaron el Camino bajo el reinado de Fernando VII (“pioneros”). Ford es metódico en las descripciones, completo, excelente narrador y profundo conocedor de la cultura española. Se recorrió todo el país completando varios miles de kilómetros a caballo durante tres o cuatro años. En su prosa integra múltiples dichos y refranes que adornan y refuerzan sus comentarios. Estamos de suerte porque Turner tiene editada en español su monumental obra “Manual para viajeros por España y lectores en casa”. Son siete volúmenes y yo ya he empezado a dar cuenta de ellos. También la obra del Barón de Davillier me interesa. En su caso son dos generosos tomos con muchas ilustraciones realizadas por su compañero de fatigas Gustave Doré. Así pues, estamos ante una obra conjunta titulada “Viaje por España”, disponible en Miraguano. También está ya en casa.

Charles Edmond Boissier destacó por su interés y aportaciones botánicas. Prosper Mérimée por haberse inspirado durante el camino para crear su “Carmen”. En concreto, parece que de un relato escuchado de la condesa de Teba. Y aunque el origen de la trama fuera malagueño, en la novela de Mérimée la gitana Carmen es nacida en Gaucín y toda la ambientación se aferra al Camino Inglés y a la Serranía de Ronda. Entre los ilustradores viajeros podríamos mencionar a unos cuantos, pero lo reduciré también. El dibujante Denis Auguste Marie Raffet, cuya gran obra se ha perdido en gran parte, viajó por el Camino formando parte del “séquito” del inmensamente rico Anatole Demidoff. Aunque parece que esto de los visados especiales (RBI o ”Golden visa”) para multimillonarios procedentes de Rusia (o cualquier otro país) no se había puesto en práctica todavía en España, ya se extrae de los relatos que aquel ricachón fue recibiendo un trato muy especial por parte de todas las autoridades relacionadas con el Camino. Y es que no todo cambia con los tiempos. Entre otros reconocidos dibujantes o pintores encontramos los casos del ilustrador Joseph Pennell, cuyo trabajo alcanza altas cotizaciones actualmente; Le Riverend, que acompañaba a Pontsevrez; o David Roberts, autor de los magníficos grabados que ilustraban el “Annual” que el viajero Thomas Roscoe dedicó a España, aunque en su caso, viajaron por separado. Otro artista destacado que plasmó con maestría el paisaje andaluz fue John Frederick Lewis, que tuvo el privilegio de ser introducido por Ford en nuestro territorio. Publicó un par de volúmenes con sus trabajos titulados: “Sketches of Spain Spanish Characters” y “Sketches and Drawings of the Alhambra”.

Puestos a lelegir un ejemplo de dibujo, me he decantado por este: "Gaucín y Gibraltar". de Fenn en "Pinturesque Europe", 1870. (Imagen: wikipedia; Antonio Garrido Domínguez (2006). Viajeros del XIX cabalgan por la serranía de Ronda. El camino inglés. Ronda: La Serranía).

Por todo lo anterior y por mucho más, el Camino Inglés me interesaba, así que, ni corto ni perezoso, aprovechando una de mis recientes escapadas hacia la Serranía, me dispuse a completarlo en una versión contemporánea. Montado a horcajadas, pero no de un caballo, sino de todos los ofrecidos por el bicilíndrico de la moto. En todo caso, la propuesta geográfica sería muy fiel a la original: desde Gibraltar a Ronda en dos etapas, que era lo que hacían la mayoría de aquellos viajeros. Haciendo noche, también como la mayor parte de ellos, en Gaucín. Para ello conté con la inestimable compañía de mi buen amigo F, que por aquellas fechas andaba por la zona, viajando, también él en su moto.

Para entrar en Gibraltar por tierra, uno ha de recorrer La Línea de la Concepción y colocarse en una enredada fila de vehículos que avanzan a trompicones hacia el paso fronterizo. Gracias al alarido que nos propinó un vecino local desde su scooter, nos enteramos de que las motos no tienen que esperar en la fila de los coches, sino que pueden avanzar utilizando los huecos. El trámite aduanero se limitó a mostrar el carnet de identidad. Inmediatamente después nos vimos cruzando una inmensa explanada de hormigón de apariencia muy sospechosa. Ni más ni menos que la pista de aterrizaje y despegue del aeropuerto de Gibraltar. Se ve que la falta de espacio es tal, que la especulación se dispara y determinados suelos han de emplearse para usos de lo más variado. La experiencia, además de singular y novedosa, se nos antojó bastante chapucera. Lo primero que hicimos, una vez superado el trance “aeronáutico”, fue repostar gasolina. Entre otras cosas porque estaba mucho más barata que en España. El lío de precios por tipo se debía a que figuraba tanto en euros como en libras esterlinas. Nuestra idea no era deteneros a “disfrutar” de Gibraltar, sino recorrerlo como tarea simbólica de marcaje del punto de partida del Camino Inglés. La circulación por allí, incluso en moto, era incómoda, con mucho barullo callejero y una marcada sensación de que la gente conducía con mucha prisa y estrés. Fuimos bordeando el lugar (rodeando el Peñón) en el sentido contrario al de las agujas del reloj, yendo hacia el sur por su costa oeste. Vimos muchas naves, fachadas de diferentes tipos de negocios, un urbanismo algo caótico o desordenado, un leve vislumbre de construcciones más clásicas en un hueco que parecía marcar el inicio del centro de la población, y un par de complejos deportivos, uno de ellos con piscinas. También algo del puerto y, enseguida, atravesamos algunos estrechos túneles de los muchos que “La Roca” tiene excavados. Así fue como alcanzamos el faro que señaliza su cabo, su punto más meridional, justo enfrente de la próxima costa africana. Fue allí donde nos detuvimos para tomar un café.

El Faro de Gibraltar.

Le conté a F que personalmente tenía un par de “deudas” históricas con el inicio y el final de este viaje. La segunda se la revelaría en Ronda, mientras que la primera tenía que ver con Gibraltar. Cuando era pequeño, no sé si tendría cuatro o cinco años. Mis padres nos llevaron de vacaciones a Marbella. Entonces tenían cuatro hijos, más tarde seríamos seis. Viajábamos en un Seat 600. Un día mis padres decidieron que fuéramos de excursión a Gibraltar. Llegamos a ver el Peñón pero no nos dejaron entrar. Creo que mi padre se disgustó. Quizás no supiera que en el colegio al que entonces iba su tercer hijo, nos enseñaban, además de los contenidos de la enciclopedia Álvarez y las destrezas escolares fundamentales, algunas canciones avaladas por el “Régimen”. Aquel era un colegio seglar, pero bastante más de derechas que la mayoría de los religiosos de la época. Caras al sol aparte, recuerdo una canción que empezaba algo así como: “Gibraltar, Gibraltar, avanzada de nuestra nación…”. Entonces no había Pegasus. El espionaje mantenía otras formas. Más al estilo del 007 de Ian Fleming (no el de sus versiones cinematográficas más recientes, ni tan exagerado o tan obsesionado con la sodomía como el de la novela “El carmín y la sangre” de Montero González, en la que el propio Fleming aparece como personaje de ficción). Pero quién sabe, quizás las noticias de aquella educación tan “reconquistadora” había llegado a oídos británicos. Pese a lo que algunos pudieran pensar (entonces y ahora), aquella porción de contenidos educativos no me marcó (como tampoco a la mayoría de los españoles de entonces), no hay más que ver el reparto actual de votos y opiniones. Y, por otro lado, más de medio siglo después, allí estaba tomándome un café en aquel territorio prohibido, escuchando a una abuela hablarle a su nieto en un “espanglish” de marcadísimo acento gaditano.

Vista del Peñón.

Las dos monturas al inicio del Camino Inglés.

Nos dice Garrido: “Y es que el mismo Custine tiene tiempo de constatar que la población, fuera de la inglesa, la forman malhechores pertenecientes a todos los países mediterráneos: «de España, Marruecos, Egipto, Malta, Italia y Baleares. Gente sin confesión, sin patria, sin familia, un permanente refugio de bandidos al abrigo de una fortaleza ocupada por el pueblo más civilizado del mundo»”. ¡Palabra de un hijo de la Gran Bretaña! Cuna de hooligans, entre otras lindezas. Me refiero a Custine, no a Garrido.

Iniciamos nuestro regreso por el este a través de otros túneles, uno de los cuales apestaba a un olor muy desagradable. El último de ellos nos dejó en una carretera situada justo debajo de las paredes rocosas más verticales del Peñón, bordeando el mar Mediterráneo. A la derecha había una pequeña playa, algunas casas particulares de aspecto veraniego y unas torres sobredimensionadas en pleno proceso de edificación. Aquel trayecto nos volvió a dejar en el istmo de entrada, pero en sentido contrario de marcha, detenidos detrás de una cancela, esperando a algunos despegues en la pista. La visita estaba cumplida, no echamos de menos mucho más que hacer allí, aunque me consta que hay alguna que otra atracción o museo, un teleférico que asciende a la cumbre y, seguro que buenas vistas desde ella. Pero no habíamos planeado gastar nuestro tiempo allí, nos interesaba más el Camino propiamente dicho.

Si alguien siente deseos de profundizar un poco más en Gibraltar, le recomiendo la lectura que Sergio del Molino le dedica a “La Roca” en su libro: “Lugares fuera de sitio: viaje por las fronteras insólitas de España”. Nos ofrece una visión rápida y amena, que incopora parte del pasado al presente de Gibraltar y su entorno español más próximo. Nos recomienda además que, puestos a profundizar más en el asunto, a "viajar" leyendo por el lugar, no deberíamos perdernos la lectura de "Gibraltar, la roca en el zapato de España", de Manu Leguineche.

"Lord Byron dijo que era el lugar 'más sucio y destestable del mundo', para Herman Melville era 'una sombra' que Gran Bretaña arrojaba a España, Mark Twain la definió como un 'escupitajo de cieno', Thépphile Gautier escribió que no era más que 'un parque de artillería' y Paul Theroux se quedó sin adjetivos cuando la calificó de 'reaccionaria, atrasada, ignorante y aficionada a la bebida'. Cuantas más referencias de este tipo coleccionaba, más ganas me entraban de conocer la colonia. Para los amantes de los lugares inclasificables, neuróticos, aislados, anacrónicos y molestos, Gibraltar es como un ochomil para un alpinista". (Sergio del Molino).

Aunque nuestra visita fue fugaz, y jamás he sido invitado a ninguna boda en "la Roca", me consta que se han celebrado muchas allí a lo largo de la historia. Debe ser tan ágil y sencillo o más que montar una empresa. Lennon y Yoko Ono se casaron allí. También quienes hace un cuarto de siglo fueron mis anfitriones en Canadá, ella de Ribamontán al Mar y él inglés. Y tengo un amigo que a punto estuvo de casarse con una guiri hace mucho tiempo, aunque esa es una historia que me tendrá que contar un día despacio. A nosotros Gibraltar nos pareció algo verdaderamente anacrónico. Un absurdo estratégico, cuyo interés (estratégico) va cambiando permanentemente a lo largo de la historia para intentar seguir viviendo a costa de su propio anacronismo. Una especie de parásito social, económico o político.

Nada más salir de allí, volvimos a recorrer la Línea de la Concepción por la costa occidental, sin detenernos ni prestarle apenas atención. No nos atraía su aspecto, las noticias que desde allí suelen nutrir los telediarios, ni el denso tráfico de las conexiones que por allí se enlazan. De hecho, llegados a San Roque, huimos de las vías principales tomando un bucle de carretera estrecha y solitaria que recorría el denominado Pinar del Rey. Resultó un tramo entretenido y liberador. Una buena “cámara de descompresión” para pasar del tumulto contemporáneo hacia los paisajes evocadores de los viajeros del siglo XIX y de pobladores mucho más antiguos.

El rodeo nos dejó en la A-405 con rumbo al norte. Continuamos, bordeando el Parque Natural de los Alcornocales, una extensa superficie de arbolado que merece la pena disfrutar. A punto de alcanzar Castellar, nos desviamos hacia la izquierda, nos metimos en los alcornocales y empezamos a ascender a través de una modestísima cinta de asfalto plagada de curvas muy angulosas, hasta coronar una cumbre en lo que es Castellar del Castillo el Viejo. Se trata del antiguo pueblo de Castellar que, en determinado momento histórico, ante la imposibilidad de poder crecer más, fue trasladado al actual, situado en el valle a varios kilómetros de distancia. Aquello es una pequeña aldea de casas blancas tradicionales, apiladas todas dentro de una fortificación de origen musulmán. Una de tantas de por allí. Sus vistas son espectaculares en 360º. La carretera de ascenso, que necesariamente también ha de tomarse para regresar, es muy estrecha y retorcida. Las vistas ofrecen una incomparable panorámica del Parque Natural de los Alcornocales, al que parece dominar y vigilar; de Gibraltar, el Estrecho y la costa africana; y de las sierras norteñas más próximas. También del embalse del Guadalrranque, que está situado al oeste. Todo muy tranquilo y "romántico", diferente del nuevo Castellar en el cual, pocas semanas después de nuestro paso por allí, la policía desmanteló un taller y una red de diseño, fabricación y distribución de drones submarinos comercializados para las mafias del tráfico de estupefacientes. Industría y tecnología nacional de vanguardía.

Recién llegados a Castellar del Castillo el Viejo.
 

De vuelta al lecho del valle, siguiendo de forma ascendente el curso del río Hozgarganta, que discurre “paralelo” al Guadiaro que tantas vences se veían obligados a vadear los viajeros de antaño, continuamos por la misma carretera hacia el norte. Disfrutamos de las zonas más llanas de los alcornocales. Se podían ver los detalles de su aprovechamiento. Árboles de gran tamaño y troncos revirados, “desnudos” de corteza desde su base hasta las alturas en las que sus ramificaciones proliferaban. También nos percatamos de la ubicación de una yeguada que tenía muy buena pinta y aparente extensión. Buen aspecto de instalaciones, con aire clásico andaluz, así como de los ejemplares que estaban a la vista.

Nuestra siguiente parada fue Jimena. Jimena aparece muy mencionada en los libros dedicados al bandolerismo y al contrabando histórico de la Serranía de Ronda. También disfruta de fortaleza de origen árabe, que contrasta con sus casas blancas. Nuestra parada fue para comer. Hacía mucho calor, por lo que no nos entretuvimos en pasearla. Nos sentamos en una mesa exterior a la sombra en una plaza y nos llenamos más de lo que pretendíamos. Salmorejo, croquetas de dátiles y zanahoria, fantásticas rodajas de berenjenas fritas con tempura y aliñadas con miel, y boquerones rellenos de verduras. El camarero sobreestimó nuestra hambre. Nosotros lo veíamos venir: si hubiera sido gazpacho en vez de salmorejo… pero es que no tenían.

Cruzado el Guadiaro, la carretera invitaba a una conducción dinámica. Buen asfalto y radios de curvas más abiertos que otras más secundarias. Muchas curvas, pero aptas para trazarlas fácilmente en 3ª o 4ª. Eso sí, con un ascenso final que daba acceso a Gaucín. Esta localidad, ya lo he comentado, era el punto más habitual de pernocta de los viajeros del pasado. Algunos se corrieron allí buenas juergas, otros sufrieron las incomodidades de los hospedajes de la época, que casi todos calificaban de cutres. Pero todos, en esto sí que hubo acuerdo, alababan la belleza del pueblo y del paraje, algo que puedo ratificar todavía. Me encantó, es una población de edificios blancos apilados, y organizados o comunicados mediante estrechas calles y callejones, todo él acomodado en una ladera elevada y en forma de medialuna, que parece configurar un graderío de viviendas que contemplan el impresionante valle del Guadiaro hacia el sur. Desde muchos puntos de la localidad, el viajero puede ensimismarse admirando todo el territorio que surca la primera “etapa” del Camino Inglés. Al fondo el Rif marroquí, con nitidez el Peñón de Gibraltar, la masa arbórea de los Alcornocales, las elevaciones de Jimena y Castellar, y la frondosidad de cada rincón y vaguada de la cuenca del río, salpicada aquí o allá por algunos pueblos blancos ubicados en rincones caprichosos.

Nos instalamos muy bien, en un alojamiento rural magnífico, regentado por un francés retirado (quizás pudiera ser belga). Amplísima habitación, agradable azotea y magníficas vistas desde ambas. En cuestión de hostelería las cosas sí que han cambiado desde el siglo XIX hasta ahora. Empleamos parte de la tarde en ascender hasta el Castillo del Águila, o lo que queda de él. No pudimos acceder a su recinto interior porque cuando uno viaja por la España no del todo poblada, los horarios y días de apertura de lo visitable responden a caprichos y circunstancias locales que, aunque puedan tener su lógica, esta no siempre se acopla a la de la ruta del viajero. Al menos sí que pudimos contemplar las magníficas vistas que el paraje ofrece en todas direcciones, porque nos tomamos la molestia de ascender hasta él por sus dos senderos opuestos. Incluso empezamos a ser capaces de identificar algunas localidades y accidentes geográficos destacados sin necesidad de mapa o guía. Cuenta la historia local que el castillo tuvo protagonismo en varios momentos históricos, incluido algún escarceo y disputa de Guzmán el Bueno. El atardecer lo empleamos en callejear y pasear disfrutando de una mágica atmósfera de luz, temperatura y tranquilidad primaverales.

Torres del Castillo del Águila desde Gaucín.

Cenamos bien, de nuevo en la calle. Amable y didáctico camarero que nos ofreció una bandeja de pescado frito, y nos desveló algunos “secretos” de la población actual. El pueblo, fiel a su tradición histórica, sigue ejerciendo de reclamo para los extranjeros. No ya como pernocta casual de un periplo (que seguro que también) sino como oasis de retiro vacacional habitual o, incluso, lugar de residencia permanente o por largas temporadas. Los precios de las viviendas se han disparado porque muchas están siendo compradas por extranjeros, espabilados y con buen gusto, que han descubierto sus encantos y prefieren retranquearse lo suficiente de la costa como para escapar de la vorágine que esta representa. La impronta de W. Irving se sigue dejando notar, quizás fuera su llamada la que escuchara un antiguo asesor presidencial (o senador) de la época de Bush, para decidir hacerse una casa en Gaucín. Y no solo extranjeros, se nos dijo que Sergio Ramos e incluso Florentino Pérez también disfrutan de mansiones allí. Desde luego que por la calle había mucha presencia extranjera y anglosajona. Y se nos confirmó que su porcentaje era notable entre el vecindario. Así pues, parece que el enclave sigue “funcionando” de cara al visitante foráneo.

Al día siguiente salimos rumbo nordeste por la A-369, una carretera ágil que serpentea por una especie de cordal entre dos aguas. Pasado un mirador, a los pocos kilómetros de haber partido, en un cruce, nos detuvimos a desayunar en un restaurante aislado con pinta de venta o ventorrillo de los del pasado. De aquellos de los que hacían mención los viajeros. Buen desayuno con zumo de naranja incluido, además de la consabida “media” tostada con aceite y, en mi caso, tomate. De nuevo en ruta, seguimos dando cuenta del cordal sin apenas subir o bajar. Poco duró nuestra marcha porque volvimos a detenernos para disfrutar de las panorámicas del mirador del Genal. La vista hacia el valle ofrece un manto vegetal de una frondosidad lujuriosa que tapiza cada recoveco, cada depresión, cada saliente y cada surco originado por el más mínimo afluente del curso principal. Unos paneles facilitan la localización de los lugares y sirvieron para ratificar que habíamos aprobado con nota en nuestras suposiciones de la tarde anterior.

Panorámicas "informativas" en el Mirador del Genal.

 

Al rato ya estábamos en Algatocín. Otro pueblo blanco de ladera. Allí nos desviamos hacia la derecha y nos sumergimos, casi literalmente, en un rocambolesco descenso de angostísima carreterilla en la que cualquier precaución para evitar un repentino y potencial choque frontal resultaba insuficiente. Todo ello en un ambiente oscuro, al apenas dejar la vegetación filtrarse la luz de un día completamente soleado. Descendimos algunos cientos de metros en escaso kilometraje hasta alcanzar el curso del río Genal y cruzarlo por un puente. Aparcamos las motos, nos cambiamos de ropa y calzado, e iniciamos el sendero de su orilla río abajo. La excursión tiene mucha fama, aunque no nos apreció para tanto. Es un sendero de ribera con algunas pocas pasarelas metálicas montadas para facilitar el paso por algunos puntos. El agua era cristalina porque el curso era bajo. El río serpentea entre las elevaciones y hace amena una marcha que prácticamente no incluye ni ascensos ni descensos destacables. Lo que sí que llama la atención es la exuberancia vegetal que, entonces (primavera), ofrecía todo tipo de flores y hierbas silvestres de múltiples formas, tamaños y colores. También nos resultó diversa y elocuente la integración de un sinnúmero de cantos, trinos, gorjeos y demás emisiones sonoras de las aves. No es de extrañar que algún ornitólogo del pasado hiciera sus delicias por estas tierras.

De regreso a las monturas, tocaba ascender, con precaución, todo lo descendido desde Algatocín y tomar dirección norte. La posterior ruta nos deparó el ascenso de un puerto virado, pero bastante fluido, hasta abandonar toda la cobertura vegetal y alcanzar los altos rocosos desnudos que todos los viajeros del pasado coincidían en describir. Una sierra completamente pelada en sus máximas elevaciones. Pasamos por Atajate sin detenernos (otro clásico de la ruta). Y antes de coronar el paso hacia Ronda, tomamos un desvío hacia la derecha que nos llevó por varios pueblos serranos. Aquello nos introdujo en una red de carreterillas de peliaguda conducción y mayor angostura que la del descenso al Genal. Un espectacular tramo de conducción motera fina, atenta y, por qué no confesarlo, entretenida. Tan lenta y virada que casi podría antojársenos ecuestre, plagada de giros ciegos a los que llegabas temiendo o previniendo la posible aparición de algún… ¿bandolero? ¡no! Bastaba con cualquier otro vehículo circulando demasiado deprisa. Pasamos por Alpandeire, Faraján, Júzcar (que, por motivación turística, de reclamo o de distinción, ha acabado convertido en pueblo azul o “pitufo”) y Cartajima. Todo ello en una sucesión de descenso y ascenso para volver a alcanzar el cordal de paso hacia a Ronda, el cual, una vez más, volvimos a desestimar, girando hacia la derecha para tomar una carretera de montaña recién arreglada, yéndonos a comer a Igualeja.

Igualeja, el Genal recién nacido.

 
Los dos viajeros en Igualeja.

No recuerdo quién escribió que Igualeja era un pueblo cuyos vecinos eran todos… (tampoco recuerdo ahora bien si...) contrabandistas o bandoleros. Hoy en día es otro pueblo blanco “bien bonito y bien plantado” en una ladera de la sierra, al otro lado del valle con respecto a Algatocín. Allí nace el Genal. Lo hace de forma vistosa y elegante, surgiendo con tranquilidad y buen cauce, de una pared de rocas, como de una cueva, alrededor de la cual el pueblo ha montado un agradable parque. Comimos en una mesa exterior de un bar muy cercano al nacimiento, bañado por el recién aparecido curso de agua. Comimos con gusto y placer. Después, pese al calor reinante, nos dimos un breve paseo hasta el centro del pueblo, una especie de plaza o espacio más abierto que desciende en varias alturas.

Entonces ya sí, recorrimos en sentido inverso el trayecto desde el último desvío, superamos la sierra e iniciamos el descenso motorizado hacia Ronda. Antes de llegar nos desviamos por una alternativa para poder entrar por el sur de la ciudad, ascendiendo entre las antiguas murallas. Como no teníamos pensado parar allí, por razones que enseguida explicaré, decidimos atravesarla completamente de sur a norte, conduciendo por su calle principal. Así nos paseamos cual majos del siglo XXI, por el eje de la parte más antigua de la ciudad, cruzamos el puente “nuevo” y, dejando a la izquierda la plaza de toros, atravesamos la ciudad nueva hasta dejarla atrás camino de Setenil de las Bodegas.

Ambos habíamos estado en Ronda anteriormente. En mi caso, muy recientemente. Así que dábamos por finiquitado el Camino Inglés, aunque ahora me toca “quedarme” un poco en Ronda para hacerle los honores.

Mi primera visita a Ronda tiene que ver con aquella segunda “deuda” que yo tenía con esta ruta desde mi infancia. Si mi padre se disgustó porque los británicos no nos dejaran pasar a visitar Gibraltar, sus hijos nos cogimos un elocuente berrinche en Ronda porque nos habían prometido comer jamón y, por alguna razón, nos dejaron sin ello. Así salió aquella foto en el puente como salió. Debía ser en torno a 1968 aproximadamente.

Puente de Ronda: los cuatro muy disgustados.

Mi regreso a Ronda se retrasó más de cincuenta años. Aunque recientemente ha sido reiterado. He estado allí de turismo, de compras cotidianas, de paso, etc. He disfrutado la ciudad con buen tiempo y la he sufrido, como algunos de aquellos viajeros, con copiosa lluvia y mucho frío. Disfruté mucho de la visita al conjunto formado por la Plaza de Toros y la Real Maestranza de Ronda. El picadero es obsoletamente elegante. Las arañas de cristal que, supuestamente, le dotan de iluminación parecen casi fuera de lugar. Recuerda al que la Escuela Española de Equitación de Viena utiliza para sus exhibiciones. La plaza es espectacular. Dispone del ruedo de mayor diámetro del mundo y está construida con columnas y arcos de piedra. Lo mismo que la barrera, que combina la piedra con los tablones de madera. Y hablando de madera, los bancos del graderío, aseguran, son de madera de pinsapo de la Serranía.

Desde la barrera.

Toriles y palcos.

La Plaza de Ronda.
 

El conjunto tiene mucho en lo que emplear el tiempo de la visita. Se explica allí la diferencia de origen entre el toreo a pie y a caballo. Siendo el segundo, el caballeresco, más original y noble; mientras que el primero, quizás por haber sido más popular, acabó dominando la escena. Se exhiben allí algunos trajes de torear y se da cuenta de la evolución del toreo rondeño a través de sus dos dinastías principales: la Romero y la Ordóñez. La feria de Ronda actual programa únicamente tres eventos. Una novillada, una corrida goyesca (con trajes del estilo de los siglos XVIII y XIX) y otra de rejoneo. Imagino que con tanta tradición, tan singular propuesta y tan escasa oferta, lo de conseguir entradas debe de resultar misión imposible. Dentro del contenido expuesto en la colección de tauromaquia, disfruté especialmente con el lote de cuadros a partir de los cuales se diseñaron los sucesivos carteles de la feria. Cada año, la organización encarga una obra a un pintor de prestigio. El resultado es un magnífico conjunto de creatividad, calidad y belleza. Lo contrario de un enorme detalle con el que me topé en medio de la ciudad, un enorme mural pintado por un estrafalario personaje que se ha hecho muy popular recientemente y al que algunos consideran artista y otros no. Personalmente no entro en calificaciones categóricas, simplemente diré que sus propuestas no me gustan, no me aportan nada y me aburren. Lo que me extrañó es encontrarme su mural allí, como forzadamente incrustado en el casco de la ciudad. Por lo visto ha hecho tres. Dos de encargo y uno de propina. Imagino que, como está ocurriendo en otros lugares, haya sido una decisión política. Y es que el autor se desenvuelve especialmente bien entre los políticos populistas. Otro espacio con el que disfruté durante la visita a la plaza fue la sala de la real Maestranza de Caballería de Ronda. Fue allí donde aprendí la diferencia entre la tradicional monta a la brida, propia de las órdenes de caballería europeas, y a la jineta, la empleada por los combatientes musulmanes. La primera pesada, empleando al caballo y su jinete, ambos acorazados de metal, como si de un carro de combate se tratara; mucho más ágil, rápida y multidireccional la segunda, aunque menos protegida. Fuerza contra velocidad. Choque contra hostigamiento intermitente. A partir de los sucesivos enfrentamientos peninsulares, la hibridación de ambos estilos acabaría marcando la evolución de la caballería posterior en todo el continente. La plaza de toros de Ronda data de 1785. La fundación de la Real Maestranza de Caballería cumplirá cuatrocientos cincuenta años en 2023 (1572). Su escuela de equitación es la más antigua de España, y la segunda más antigua de Europa, habiéndose creado dos años más tarde que la de Viena (1571). Son periodos de tiempo prolongados, méritos de permanencia consolidados, demostraciones de iniciativa históricas y valor de tradición ganado a pulso. ¡Larga vida a la equitación!

Aunque de pequeño nos dejaron sin jamón, lo primero que pedí en la primera comida de mesa y mantel en la que me vi de adulto en Ronda fue un rabo de toro. Me gusta mucho y allí tiene la categoría de plato típico. También lo son algunos dulces y pastas que quieren recordar algo a ciertos pastelillos árabes especiados.

De un tiempo a esta parte son variadas las bodegas de la Serranía de Ronda que están recuperando la producción de vino. Se han ido instalando en bodegas originales y, aunque comercializan producciones moderadas, los tintos que hasta ahora he ido probando me han agradado mucho. Es difícil o caro que te lo ofrezcan en restaurantes debido a su escasez y a que su precio de partida (el de venta al público) les penaliza en hostelería, pero muy sencillo comprarlo en tiendas especializadas, donde, en función de su crianza, resultan asequibles. También producen blancos en la Serranía, aunque menos. Acabando de escribir esta entrada tuve invitados a cenar en casa. Preparé sorropotún, que es como, en parte de la costa de Cantabria, llamamos a la marmita de patatas con bonito. Aunque el plato poco tenga que ver con Ronda, la cena la disfrutamos bebiendo un blanco de su serranía. Una de esas elaboraciones logradas por un proyecto vitivinícola de recuperación: La Melonera. La bodega está situada al norte de Ronda, a muy pocos kilómetros de la ciudad. El blanco en cuestión lo elaboran con las variedades de uva Moscatel Morisco, Pedro Ximénez y Doradilla. Resulta suave, rico y equilibrado. Pero también aparece aquí por su nombre: "La Encina del Inglés", el cual, efectivamente, tiene bastante que ver con nuestro camino.

La Encina del Inglés (blanco). (Imagen: lamelonera).

"Hasta la plaga de la filoxera, a mediados del XIX, las variedades autóctonas fueron exportadas a todo el orbe gracias a su calidad y su cercanía con los puertos de embarque hacia el nuevo mundo. Los viajeros románticos del XIX como el hispanista Richard Ford o el primer ministro inglés Benjamin Disraeli pasaban por allí camino de Granada en lo que se conoció como el Great South Tour, y literatos de la talla de James Joyce, García Lorca o Hemingway, cantaron sus alabanzas a esta tierra de cielos interminables, de sol y de buen vino". (La Melonera).

La página web de La Melonera es vistosa e interesante. Buen acompañamiento anterior o posterior a la cata de su vino. Sus textos y fotos merecen la pena. También (y esto ya hemos visto que fue tradición en el Camino Inglés) algunas bonitas ilustraciones como esta. (Autor: Fernando Sánchez-Beato Ruiz; en lamelonera).

Mención aparte, en cuestión de gastronomía, hay que hacerle al chocolate. En la época de los viajeros de los siglos XVIII y XIX, a excepción del conejo con arroz o los guisos improvisados de puchero (ambos platos “comunitarios” de los que el colectivo presente daba cuenta metiendo la cuchara propia, la navaja o el pedazo de pan en el recipiente central), parecía haber poca oferta alimenticia. Sin embargo, casi siempre había un aceite que el libro de Garrido siempre califica o denomina como rancio y, sobre todo, chocolate. Abundancia de chocolate. Para desayunar, cenar, comer o reponerse. No parecía haber problema de falta de chocolate incluso entre las clases más bajas. Quizás la producción de las Indias provocara excedentes, no lo sé, pero el caso es que a los viajeros no les quedaba más remedio que acostumbrarse a él. Una mañana que llegué a Ronda para hacer recados sin haber podido desayunar antes, caminando por una de sus calles comerciales peatonales, me topé con una chocolatería con mesas en la calle y otras en el piso superior. La barra de atender en la planta baja era pequeña y con mínimo espacio para clientela de pie. Sin embargo, encontramos hueco (éramos dos) y allí nos instalamos acodados a la barra. La experiencia fue esclarecedora. El aspecto de la chocolatería era añejo y en ella operaba un equipo familiar (madre, padre, hija, hijo y ¿tía?) con la división de funciones perfectamente establecida, una coordinación digna de quinteto finalista de la liga de baloncesto universitario americano, y una eficacia y rapidez de servicio impresionantes. Que el chocolate y los churros estuvieran estupendos no hay ni que ponerlo en duda. La tradición se desprendía a raudales. El negocio debía de estar especializado en dar desayunos. Lo digo porque durante el rato que estuvimos allí atendieron a muchísima gente. Bastantes eran clientes de esos que tienen pinta de pasar a desayunar a diario. También porque en el resto de las ocasiones (y horas del día) que pasamos por allí delante, el negocio estaba cerrado. Es de suponer que funcionen desde muy temprano.

Ronda.

El Puente de Ronda.

Primavera en Ronda.

En Ronda hay mucho que visitar. Tengo pendiente la Casa del Moro y sus jardines. A cambio me he pateado las zonas y calles más antiguas de la ciudad, los puentes y algunos de sus monumentos o espacios visitables. Me gustaron mucho los baños árabes que, aun estando semiderruidos, conservan la estructura de algunas de sus salas y le transportan a uno a la época de ocupación musulmana. El palacio de Mondragón merece la pena por partida doble: contenido y continente.

En los baños árabes.

Fue en mis más recientes visitas a Ronda cuando me empecé a interesar por el asunto del bandolerismo, y donde encontré las primeras referencias de lecturas, alguna de las cuales acabó llevándome hasta el Camino Inglés. Haberlo completado en moto fue un acierto. Nos sentimos un poco jinetes y gozamos de verdadera sensación de libertad. En todo caso, si nos hubieran dado a elegir (y creo que puedo hablar por los dos) nos habríamos decantado por haberlo intentado a caballo.

El viajero relator, probando el caballo de su amigo y compañero de Camino.

 

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

IV Vespada "2 KM vertical"

Nuestra cuarta edición de la Vespada se planteaba asequible en su duración (2 días) y cercanía (Cantabria y alrededores próximos). Mas q...