miércoles, 21 de junio de 2023

EUROPA: MOTO, CERVEZA Y SALCHICHAS (1991).

Siempre quise se motero. Resultó imposible hasta que me pude comprar una moto porque en mi familia estaban descartadas. Cuando me pude pagar la primera, una Vespa Primavera 75 pasada a 125 y con kit polini, disfruté mucho con ella de mi vida, mixta, de estudiante universitario y trabajador a tiempo parcial. Pero aquella era una práctica motociclista urbana o periurbana. Nada de grandes viajes, que era, principal y románticamente, para lo que yo deseaba tener una moto. Pero, finalmente, el anhelo se vio cumplido: aprobé unas oposiciones, me aseguré el futuro laboral y no tardé demasiado en comprarme, nueva, una superventas (las pocas y duraderas motos que he tenido, han sido todas ellas verdaderas superventas): una Suzuki GS 500 E. Fue poco antes de casarme. Este último detalle tiene su importancia porque moto y boda se fundieron en una luna de miel rodando por Europa a lo largo de un mes aproximadamente, completando 6000km de viaje. Con aquel recorrido nos hicimos definitivamente moteros (en su versión viajera) los tres: la Suzuki, mi esposa y yo. Fue durante el verano de 1991. En aquella época había fronteras en Europa, monedas diferentes y no existían los teléfonos móviles ni internet. El Muro de Berlín había caído apenas año y medio antes. Un gran comienzo para algo que sigue vivo para la pareja.

14-VII Santander – Biarritz, 280km.

Despertamos de la noche de bodas en un hotel al borde del mar. Dos de mis cuñados nos llevan (a mi mujer, su vestido de novia, mi chaqué y a mi) al antiguo caserón de su familia, donde nos ofrecen un largo y concurrido desayuno. Sobre la una, comenzamos a colocar todo en la moto, la expectación va aumentando. Nos vestimos los monos de agua y nos preguntan por algunos detalles. Intercomunicadores (entonces de cable), maletas… parece la salida del antiguo Rally de Montecarlo, el de aquellos tiempos en que los participantes tenían que ser autosuficientes. Creo que todos nos miran con cierta envidia y admiración, desde los sobrinos más pequeños, hasta mis suegros.

La salida resulta bastante llamativa: muchos familiares diciendo adiós y la moto, lentamente, titubeando hacia la primera rotonda urbana. A la altura de Solares, unos 25 km después, todo está controlado, sensación de dominio y buena estabilidad, que ya no nos abandoná en todo el viaje a pesar de la enorme carga acarreada. La primera parada la hacemos en Castro-Urdiales. Para echar gasolina e intentar ajustar bien esos intercomunicadores, que no acaban de funcionar bien. Desde Bilbao hacia San Sebastián optamos por la nacional, que resulta de aspecto industrial. La falta de experiencia nos produce cansancio y paramos a comer un bocadillo de filete y una cocacola en un bar de aspecto típicamente vasco. Al volver a la carretera se pone a llover. Las pandillas de moteros enfundados en cuero negro nos saludan. Pasamos un pequeño puerto de montaña costera con curvas lentas, seguido de una ruta litoral muy bonita: pasillos de hojas verdes alternándose con curvas colgadas hacia el mar y las rompientes. Deba, Zarautz… sucesivas villas marineras del Cantábrico. Bordeamos San Sebastián y pronto alcanzamos la frontera. El cansancio se nota en las posaderas y, en mi caso, en las muñecas (mal de motorista viajero novato). El equipo: botas, trajes, guantes, cascos y maletas van perfectos. Alcanzamos Biarritz sorteando un gran atasco avanzando por el arcén. A pesar de la falta de las instrumentaciones actuales, encontramos nuestro hotel gracias a la colaboración humana. Un gendarme nos indica inicialmente, y un motero nos invita a que le sigamos hasta allí.

Tras el descanso, la ducha, etc. Vamos al centro en la moto. Hay ambiente de verbena veraniega. Cenamos de intimidad, con aperitivo frío y deliciosos majares con vino. M me confiesa que durante el viaje se ha echado dos buenas cabezadas. Es el primer día y resulta evidente que ya nos sentimos de viaje.

Momento de la salida.
 

15-VII Biarrtiz – La Rochelle, 450km.

¡Reventados, hemos acabado reventados! Parte de la culpa es mía porque salimos muy tarde y sin desayunar. Además, desde Bayona a Capbreton, los primeros 130 km son lentísimos por culpa de las dudas, desvíos y cruces. A partir de entonces todo va mejor. El día se va secando y la carretera se vuelve preciosa, con curvas y rectas de estrecha pero bien asfaltada calzada, con bosques de pinos verdes a los lados, y disfrutando de la conducción. En Hossegor paramos porque vamos sudando. Nos quitamos los trajes de agua y comemos algo de fruta en un parque. La ruta es gozosa, sol, pinos, rectas interminables, velocidad moderada y bajas rpm (5000) hacen que me sienta como un auténtico motard saludando a los que vienen de frente. Sólo una vieja loca que se salta un cruce me hace recordar que, vayas como vayas, en moto nunca debes confiarte.

M se echa un buen sueño a mi espalda. Paramos para repostar y, varios kilómetros después nos detenemos en uno de los encantadores pueblecitos de Las Landas a tomar café, té y patatas. Hace mucho calor y una luz brillante. El paisaje es bonito, con casas y fincas ideales, todo muy limpio y bien cuidado.

Continuando, repentinamente, la carretera confluye en otra más principal y cargada de tráfico. Nos acercamos a Arcachon. Circulamos por el pueblo y la marina, recordando alguna estancia anterior. De regreso a la carretera, aceleramos el ritmo y tomamos la autopista y circunvalamos Burdeos. Se puede ver el majestuoso aspecto de su centro junto al río, formando un puerto fluvial ancho y sucio. Un contraste histórico e industrial que da interés a la ciudad. Tras una paradita orientativa y el endémico atasco del puente elevado de Burdeos, enfilamos la autopista hacia París. El atasco se disipa en cuanto comienza al tramo de peaje. Rodamos apalancados en el asiento, mi mano izquierda, hasta ahora trabajada y resentida, descansa porque no hay cambios de marcha en decenas de kilómetros, pero la derecha comienza a quejarse. Los insectos se aplastan contra la visera del casco y contra el cuero negro de mi cazadora. La visión no puede ser más auténtica, la cámara subjetiva de mi cabeza me hace ver sólo el hueco del casco, parcialmente la bolsa de depósito, los retrovisores, los relojes, las mangas negras de cuero, los guantes y el asfalto desapareciendo constantemente.

Echamos gasolina, rodamos a 140km/h, somos castigados por el viento, sentimos el trasero doblarse y… dejamos la autopista para dirigirnos por fin a La Rochelle. 50km por una carretera fácil y hermosa, de bellos paisajes, con zonas de tupido y fresco bosque. A veces, incluso siento algo de frío. M opta por enfundarse en el Thinsulate. Disfruto del suave ronroneo del motor, del cansancio moderado y de la soledad de la carretera, tocada de grijo rojizo en sus bordes. Somos un punto negro y gris deslizándose sobre un asfalto tricolor, entre espesura verde y cielo plomizo. Al final, el centro del pueblo se hace esperar. Una autovía terminal hace que, fatigadísimos, lleguemos al centro para, allí, darnos cuenta de que el hotel se encuentra muy a desmano, en un lugar difícil de hallar. Mosqueo colectivo, dudas, giros y semáforos hasta que, por fin, dos amables chicos nos hacen un croquis. Resulta perfecto, pero nos saltamos el sitio sin darnos cuenta. Otra vuelta, desesperación y maldiciones, hasta que finalmente damos con él.

¡Ni ducha ni nada! ¡A cenar! Relajo y risas delante de un surtido suculento y barato. Esa noche, antes de acostarnos, toca ajustar la bombilla de un intermitente trasero que falla. Después de un descanso que haremos en París, igual hay que replantearse parte de la dinámica del viaje porque M no lleva bien tantas horas diarias de moto.

La Suzuki en orden de marcha durante el viaje.

16-VII La Rochelle – París, 496km.

Hoy nos organizamos bien, madrugamos y, después de empaquetar todo, al salir se nos cae una maleta mal colocada. No hay más consecuencias que algún arañazo exterior. En La Rochelle tardamos un poco en encontrar el puerto antiguo y, una vez aparcados, bastante más en encontrar algún sitio abierto para desayunar. Tras un chocolate y croissants, nos ponemos en marcha. Carretera y autopista para empezar el día a 120km/h. Gasolina en el depósito, y en la primera parada del día ya teníamos recorridos 150km. Tomamos algo en un área de servicio poco después de haber visto a la derecha el complejo de edificios de Futurscope. Al lado están los dueños de una Yamaha Vmax verde preciosa. Nos saludamos y nos deseamos buena ruta. Devoramos kilómetros aplastando insectos bajo el tórrido sol hasta salirnos a la carretera nacional en busca de algún chateau del Loira.

Hasta Tours no nos quedan a mano. Allí nos confundimos y un amabilísimo hombre de color nos aclara la situación. Por fin, después de repostar, disfrutamos de una carretera secundaria que bordea el río y nos lleva de bodega en bodega, admirando mansiones y refrescándonos con el aire que respira la gran cantidad de arbolado que hay a ambos lados del río. Hay muchos ciclistas, pero demasiado tráfico turístico para que esas excursiones resulten tranquilas. La primera parada es en Amboise: ciudad antigua con enorme chateau. Vemos un grupo que desciende el río con canoas cargadas de enseres y sentimos deseos de realizar un viaje futuro con esos medios y pasando por estos lugares. Seguro que sería más relajado y se pueden hacer más visitas a los pueblos. En fin, aquí simplemente estamos de paso.

A bajo régimen, pero dejando la moto muy suelta, circulamos río arriba por una carretera cada vez más agradable. Antes de lo esperado, otro chateau, el de Chaumont. Una pendiente terrible con la bolsa negra a cuestas hace que casi nos arrepintamos de visitarlo. Arriba llegamos a una finca preciosa, un castillo elegantísimo y una panorámica del río muy bonita. Por dentro, el chateau es enorme y está decorado… como todos. En fin, un paseo interior algo caro, aunque el patio interior y la vista son como para envidiar a quienes fueran los dueños de la propiedad en otros tiempos (siempre y cuando no acabaran guillotinados). La bajada es más calurosa todavía y estamos hambrientos, sudorosos y fatigados. No encontramos donde nos sirvan comida o algo sólido que llevarnos a la boca, así que continuamos en ruta. Cuando la carretera deja momentáneamente el río, nos lleva a un pueblo que está en obras y el calor del asfalto recién puesto se suma al ya existente. Cuando estamos a punto de explotar alcanzamos Blois. La vista de la antigua ciudad es muy hermosa. Elegantes edificios grises con tejados de pizarra y mansardas miran al río tranquilo, que es atravesado por un puente de piedra de numerosos ojos. Hay un aparcamiento para motos a la sombra y un bar enfrente donde nos tomamos unos alargados bocadillos (baguettes) de gruyere y jamón.

El resto del día pasa rápido. Kilómetros de autopista venteada, un par de paradas y París. La entrada resulta estresante por una autovía con mucho movimiento y adelantamientos por ambos lados, un descenso zigzagueante trepidante, confusión y dudas iniciales, intuición y solución rápida para encontrar la casa de H y B. Charlamos agradablemente con ellos, nos duchamos, el Tour de Francia no ha tenido cambios en la general, cena muy francesa con quesos variados y vino, y planes para los próximos cuatro días. Todo es relajo en París, únicamente hay un pequeño detalle que me ensombrece un poco esta paz: la moto tiene una gota de aceite en el cárter a la altura del cambio… pasará algo o bien: si tu moto no pierde aceite te mojarás los pies.

Una de las paradas en el Loira.

17-21-VII París.

En París nos tomamos unos días de descanso en casa de familiares. Desayunos sin prisas, música en el salón y luz, mucha luz entrando por los múltiples patios que rodean un piso clásico muy parisino. El primer día nos acercamos a la Torre Eiffel en metro y tenemos la paciencia necesaria para hacer las colas sucesivas que permiten llegar hasta arriba de todo, donde la vista es inigualable. La torre me gusta, siempre me ha gustado por su arquitectura modernista de metal. Comida de bocadillo y otro metro a Notre-Dame y con posterior visita al Centro Pompidou, que tenemos ganas de conocer, pero nos causa una impresión ambivalente. La tarde y la noche son agradables, de permanente tertulia con nuestros familiares, con una copa de coñac francés a última hora.

El segundo día lo dedicamos al museo d’Orsay. Es alucinante, por fuera, por dentro, la construcción, el edificio, las salas, la marquesina, el reloj, la decoración, las esculturas (Rodin, Claudel…), las pinturas (Manet, Monet, Gauguin, Cézanne, Degas…), el salón de baile, los inicios del cine, la completísima librería, las maquetas de la Ópera y del propio museo, etc. Aunque acabamos agotados, nos parece una visita formidable que nos coloca, repentinamente, en el París del paso del siglo XIX al XX, en plena Exposición Universal, estrenando la Torre Eiffel, con las obras de los artistas más famosos de la época en el museo, a una interesante guía que compramos allí y, atando cabos, gracias a la película en la que Depardieu interpreta a Rodin. El propio museo es la antigua estación de ferrocarril creada para el acercamiento de visitantes a la exposición, y en el mismo edificio se instaló un hotel en el que hospedarse. Sándwich y caña nos sirven de almuerzo, justo antes una alumna me saluda en el museo, anda por París de intercambio. Algunos ratos de nuestra estancia allí los pasamos leyendo en casa, con violines de Vivaldi sugiriendo aires de verano, jugando con las notas musicales entre los refinadísimos techos de escayola, las paredes de papeles pintados de aspecto señorial y fugándose por las dos chimeneas neoclásicas del piso. Durante nuestros callejeos no puedo evitar fijarme en algunas motos que parecen abundar en ese París: bastantes Yamaha Vmax y cientos de Vespa con unos carenados monumentales. La tarde la pasamos reunidos paseando por la isla próxima a Notre-Dame, viendo tiendas de antigüedades, librerías de viejo, restaurantes y heladerías. La cena en casa es a base de cuscús con salchichas (las primeras del viaje).

La tercera jornada parisina nos acercamos hasta La Defense, la novedosa ciudad de los negocios de la capital francesa. La plaza principal está muy ambientada en pleno mes del deporte, organizado por la potente agencia inmobiliaria que gestiona La Defense. Hay patinadores, pistas de tenis, fútbol y golf desmontables, una de squash y un rocódromo. Todo al aire libre, bajo la imponente mirada de los impresionantes edificios del arco, Bell, Elf, etc. Pasamos a buscar a B a su despacho y nos vamos con él a comer a un restaurante del centro comercial. Por la tarde, de nuevo solos, visitamos en antiguo palacio de exposiciones, dentro del cual han construido un original centro comercial interior. También allí han montado pistas deportivas desmontables y un campo de golf cerca del techo, con arbolitos y todo. En un piso inferior recorremos una exposición de puestos de las organizaciones deportivas que toman parte en todo aquel montaje. Acabamos sentados frente a una televisión viendo como Indurain arrasa en los Pirineos y se hace con su primer maillot amarillo, con ayuda de Chiappucci, sacando una ventaja que, posiblemente, le sea suficiente para hacerle ganador del Tour 91. Con gran emoción por la hazaña, nos levantamos y nos acercamos a al arco. Tomamos uno de sus ascensores acristalados y ascendemos hasta la azotea del principal edificio de les grandes travaux (2ª revolución de la construcción en París), en la que están incluidos la Villete, la Geoda, la Defense, el Instituto del Mundo Árabe, etc. Si el día anterior nos centramos en 1900, en esta ocasión nos situamos en 2000. La vista de París desde arriba es muy extensa, pero defrauda un poco por la lejanía del centro, aunque impresiona la perspectiva de eje entre este arco tan moderno y el del Triunfo, a lo lejos en directa línea recta. Al salir del edificio, una pandilla multirracial de patinadores callejeros nos impresiona superando con sus saltos un listón colocado a 2,6 m de altura, con la ayuda de una pequeña rampa de unos 40 cm. El día finaliza con cena agradable y tertulia con coñac de sibaritas.

Sábado. Desayuno con tarta y croissants, nuestros anfitriones libran por ser fin de semana. Nos llevan en coche a Fontainebleau. Café en una soleada terraza frente al palacio, con el bonito centro del pueblo bastante animado. Tras comprar bocadillos y un mapa, nos adentramos en coche por el inmenso bosque en busca de su parte más abrupta y rocosa. Ya caminando, seguimos un sendero y una cambera hasta un claro dominado por una roca grande y cómoda en la que nos instalamos para comer. La sobremesa incluye un paseo por el bosque. Es francamente bonito. Árboles de gran porte y variadas especies, tapiz de hierba alta y helechos, y caminos algo anchos alternados con senderos estrechos que nos permiten movernos por diferentes direcciones observando el panorama mientras charlamos. Por lo visto lo frecuentan jinetes. De vuelta al coche, visitamos a Júpiter, un viejo roble de 35 m de altura y 1,9 de diámetro, una mole tremenda. Envidiamos a dos jinetes que nos cruzamos a lomos de dos altos caballos. La siguiente visita es al INSEAD, lugar en el que B cursó sus estudios de máster el año anterior. Es un centro de aspecto moderno, ordenado y limpio, con zonas verdes a los lados, vestíbulo y pasillos acristalados y llenos de luz, y unas aulas atractivas, semicirculares y en pendiente, con videoproyectores, etc. B nos explica los sistemas de enseñanza, contenidos, alumnado, profesorado, etc. Buscando un bar, conocemos un precioso pueblo repleto de chalets lujosos al borde de un Sena verdoso y 70 km más joven que a su paso por París. Los barcos y barcazas del río, las casas flotantes y los encantadores restaurantes le confieren un aspecto estimulante, pacífico y encantador. Terminamos cenando en París, en Hipopotamus. Chuletón de buey con seis salsas diferentes.

Domingo. En un mercado compramos una cafetera eléctrica como regalo a nuestros anfitriones. Disfrutamos de una comida familiar de domingo con algunos familiares franceses invitados. Después, en coche, partimos hacia Versalles. Paseos por los inmensos jardines bajo un sol de justicia. Se aprecia sin esfuerzo la pompa y grandiosidad con la que vivían sus monarcas. Pese a lo sobrecargado, es todo francamente bonito. La tarde transcurre al aire libre y con alguna visita familiar posterior antes de regresar a París. Antes de cenar, bajo a engrasar la cadena de la moto y a cambiarla de sitio para la salida matinal, pues donde ha estado hasta ahora, en días de labor, me la atascan con las que sacan de un concesionario de Vespa. En el asiento me encuentro una diminuta nota anónima que reza «Bienvenido aquí en París. Soy también de Santander, soy de un pueblo llamado Bareyo». Ignora su autor que nosotros vivimos a escasos 10 km de su pueblo de origen. Hay ganas de volver a la ruta. En París hemos estado genial. Hemos hecho muchas cosas sin estrés y muy a gusto. Y lo mejor ha sido poder vivenciar un hogar parisino con comidas francesas típicas. Limpiamos los atuendos y dejamos todo bastante preparado antes de ir a dormir.

Vista aérea del Sena y Trocadero desde lo alto de la Torre Eiffel.

Interior del museo d'Orsay.

La Defense tomada por el deporte. Imagen premonitoria: la escalada de rocódromo ascendiendo a las alturas; décadas después ha alcanzado el estatus de modalidad olímpica.

Patinadores callejeros con el arco de La Defense como fondo. Todavía calzaban quads. Los en línea aún no alcanzaban Europa. Mucho más sobre esos temas en mi libro Homo Skater.

22-VII París-Estrasburgo, 503km.

París ha sido maravilloso, pero ya ha llegado la hora de escapar. Nuestros huesos y nuestros músculos empiezan a olvidar lo que es ir con el pecho contra el aire aplastando mosquitos, y permanecer estáticos a 130km/h mientras los dos cilindros de la Suzuki desarrollan su trabajo.

Madrugamos pues, nos despedimos y cierta inquietud se nos instala en el cuerpo al sabernos sin reservas hoteleras, con muchos kilómetros por delante, sin saber cómo responderá la mecánica, etc. M se encuentra fatal, algo le ha sentado mal y tiene el estómago hecho polvo. Salimos de París sin problemas y, como hace unos días, con la moto cargada a tope. Todo va bien hasta que empezamos a ir rápido: “¿me oyes?; yo sí; ocupas siempre el canal; ponlo en low a ver si…”. No hay manera, a los 30km ya hemos guardado los intercomunicadores de nuevo. El día es radiante, rodamos muy bien y sin paradas unos 150km. Hay peajes cortos y una buena autopista.

Más adelante el tráfico es escaso. Alternamos tramos cortos con breves paradas para descansar, echar gasolina o comer. M va con el buzo puesto porque está destemplada. Toma pastillas para la diarrea y por ello va cansada y algo incómoda. En ruta cada vez hay más alemanes y su idioma se va haciendo notar, aunque en la carretera predominan las matrículas belgas y holandesas.

Al llegar a Alsacia el paisaje mejora. Pardos campos de cereal intercalados entre parcelas sembradas de girasoles y prados verdes con árboles de densa hojarasca. Entre colina y colina (nada es realmente llano, aunque todo de suaves pendientes) vemos un pueblecito de elevado campanario delgaducho, y tejados con pendientes de vértigo. La autopista continúa con subidas y bajadas. La moto circula entre 120 y 140km/h sin rechistar. Únicamente en un par de rampas con carril lento añadido decido meter 5ª.

Pese a los 500km, nos plantamos en Estrasburgo a las cinco de la tarde y no demasiado derrotados. La ciudad parece encantadora. Vamos directos al centro. En la oficina de turismo, situada en la plaza de Gutenberg, reservamos una habitación. Nos cuesta llegar en moto porque el centro son todo direcciones únicas o calles peatonales. Localizado, resulta muy céntrico, al lado del canal y con un patio interior en el que poder dejar la moto. Nos asignan una agradable buhardilla con vistas a la catedral. Mientras M se acuesta, salgo a por comida, subo las maletas y veo un poco el Tour. Más tarde, duchados y frescos, salimos. La ciudad es muy bonita, pacífica y agradable. Paseamos por sus calles, todo allí parece prácticamente alemán. Los carteles, las conversaciones, la arquitectura tradicional y la gastronomía. La catedral nos impacta con su impresionante fachada. Alrededor, las casas son preciosas, y en la plaza, frente a una increíble fachada de madera, cenamos, medio al aire libre, en un bar barato, donde me cepillo un codillo con chucrut (y salchichas) que me deja convencido. La cena discurre con el ir y venir de simpáticas camareras, buena cerveza alsaciana, el cambio de iluminación de la catedral (del rojizo atardecer al luminoso color de los focos) y, sobre todo, con la música folk de un trío muy peculiar. Alternan canciones de Dylan, Simon & Garfunkel, etc. Con piezas musicales celtas a base de violines. Todo es perfecto, bromeamos y reímos sin parar. Regresamos paseando. Es un rato especial. Fachadas impecables, callejas limpias y cuidadas casitas blancas repletas de vigas negras en formas angulosas. Además, está el canal con sus puentes, y la gente paseando. Estrasburgo nos sorprende muy favorablemente y ello nos anima.

El viaje hoy se empieza a parecer a mi ritmo habitual de otros años: tiempo para ver, lugares que te deparan sensaciones para recordar, y momentos intensos de luz, sonido y atmósfera muy especiales.

Reposo, necesario, en la autopista.

Estrasburgo la nuit.

23-VII Estrasburgo-Heidelberg 140km.

Nos punemos en marcha desayunados. Encontramos fácilmente el camino de salida y al kilómetro, más o menos, cruzamos la frontera. Hay cola, pero con la moto adelantamos mucho. En el puesto fronterizo ni siquiera nos detenemos. Cruces y desviaciones hasta tomar la carretera 3, la cual nos lleva por preciosos pueblos llenos de graneros y casas alsacianas con paredes blancas cruzadas con vigas de madera. Pasamos junto a una base militar canadiense y nos sobrevuela un B 727 con radar de plataforma. La carretera es excelente y fácil, con carriles-bici por debajo y a los lados, y campos y más casitas. El problema es que hay multitud de pequeños núcleos urbanos con semáforos, y ello nos obliga a detenernos mucho y nos cansa el asiento resentido de ayer. Los conductores germanos parecen macarras de semáforo, no circulan rápido, pero, si se te ocurre parar a su lado, en cuanto se pone ámbar (antes de verde), acelerón y salida a tope hasta que meten 2ª y entonces se calman.

Paramos en un bonito pueblo y nos sentamos en el suelo a la sombra. El calor es tremendo. Al continuar, nos vamos aproximando a Heidelberg sin dudas en las indicaciones. Se nos complica un poco encontrar la oficina de turismo, que está en la estación. Tenemos que preguntar un par de veces. Allí reservamos y, en un momento, estamos en el hotel. Habitación aceptable, pero con baño compartido. Compramos comida muy ligera y M se acuesta. Veo el Tour. Alpe d’Huez: Indurain, junto a Bugno, acaba con todos. Parece que todo está entre ellos dos, con 3 minutos a favor del navarro.

Por la tarde callejeamos por los comercios cerrados y las cervecerías. Vemos los empinados bosques a ambos lados del río y sus elegantísimas mansiones. Mañana lo pasearemos con calma. Entramos a una tasca a cenar. M se lamenta de su sosa cena ante mi tremendo plato con spätzle (versión alemana de espaguetis) y mis dos jarras de deliciosa cerveza. La iluminación de las calles es tan tenue que el regreso lo hacemos casi a oscuras. Las bicicletas circulan día y noche, con amas de casa haciendo la compra y con jóvenes noctámbulos respectivamente. Tenemos un lío de idiomas que nos sabemos qué decir, pues nos salen, justo ahora, las palabras en francés, cuando nos hace falta el inglés. Esperamos que se soluciones en poco tiempo. En cualquier caso… ¡prost!

Heidelberg: el bosque abraza la vieja ciudad.

24-VII Heidelberg.

Amanece lloviendo y compramos un paraguas plegable que cabe en el baúl. Es miércoles y toca mercado en la plaza. Es pequeño por la lluvia. Compramos un par de jarras de cerveza con tapa, un capricho. Una calle lateral nos deja junto a la estación del funicular que asciende por una pendiente de entre el 20 y 40%. Lo tomamos y remontamos hasta arriba con un cambio intermedio de tren. El segundo es más antiguo, de madera y más bonito, además de ofrecer mejores vistas. Al descender, hacemos parada en la estación del castillo. Ha dejado de llover y nos asomamos a su medio derruida muralla, para contemplar la antigua ciudad desde justo encima. Comemos algo de pasta y una tarta, antes de continuar visita por la parte más nueva y renacentista del castillo. M sigue con problemas gástricos, lo cual es un incordio para ella.

El funicular nos ha llevado atravesando el frondoso bosque de la ladera del castillo, y en el último tramo se introduce en un túnel. Una vez abajo, iniciamos un paseo de vuelta al hotel y cogemos folletos para planear la continuidad de nuestro improvisado viaje. Decidimos descartar Varsovia. Por la tarde mejora el tiempo y se secan las calles. Tomamos un café, pero nos recogemos pronto bastante cansados.

El palacio de Heidelberg.

25-VII Heidelberg-Nuremberg 230km.

Salimos de la ciudad siguiendo un croquis dibujado por el encargado del hotel. No llueve y el día no parece amenazador. Recorremos bastantes kilómetros con una parada de repostaje y otra para que M se abrigue un poco más. Las autopistas alemanas son como cualquier otra, incluso con más parches de asfalto y mayor estrechez de carriles, así que nada espectacular, como era de suponer por el hecho de que no haya límite de velocidad. Esta, en concreto, atraviesa colinas boscosas muy agradables. Pero, a partir de determinado momento, un pavimento mojado empieza a empaparnos. Los camiones levantan grandes nubes de agua que hacen que perdamos completamente la visibilidad y calen mis guantes y parte de los pantalones. Un rato después, me cambio de pantalones en una parada y me pongo el traje de agua. Reanudamos la marcha con algo de frío. Bajo algo más de lluvia y soportando fuertes rachas de viento, llegamos al destino. Tres preguntas nos acercan a la oficina de turismo, donde una engañosa señorita que habla español nos envía a una pensión, sin baño en la habitación, y pegada a la estación. A M no le sienta nada bien la jornada. Iniciado el paseo de reconocimiento, la zona de la estación tiene todo el aspecto de área ferroviaria. Túneles, vías, tendido eléctrico, casas horribles y algunas altísimas chimeneas pinchando el horizonte, todo ello acorde con una pensión fea, antigua, impersonal e incluso ligeramente sórdida, generan el ambiente acorde al que algunos directores de cine germanos dan a entender sobre su país. 10 minutos de caminata nos conducen al centro de la ciudad, que sí que es bonito, variado, original y muy vivo. Hay puestos sobre el puente, plazas elegantes y serios edificios medievales. Casas antiguas muy cuidadas, grandiosos, elegantes y sucios edificios oficiales, cuestas de calles peatonales empedradas, mercado en la plaza, puestos de figuritas policromadas… ¡Y tejados! Variados y empinados tejados. Aleros con una veintena o más de pequeñas ventanas abuhardilladas cubiertas de tejas planas y redondas. Nuremberg es una ciudad de tejados. Mires donde mires hacia el horizonte, puedes ver muchos, y ninguno está uniformemente colocado, más bien desordenados, altos, bajos… ¡Me gustan sus tejados!

Una ambientada tasca con música tirolesa, mesas de madera y pared abierta a la calle, me sirve para reponer fuerzas con una enorme jarra de cerveza y unas sabrosas salchichas guisadas con cebolla. Las gigantescas camareras, ataviadas con faldas y blusas del lugar, van y vienen de un lado a otro en una muestra de tremenda efectividad laboral. Una de ellas nos impresiona por su físico intimidador y su dominio del alemán, inglés, italiano y quién sabe… La pobre M mira mi comida con ojos tristes pues su té no basta para satisfacer su enorme apetito en estos momentos. Me apena verla en ese estado y deseo que se recupere cuanto antes para que pueda disfrutar más del viaje.

Visitamos el palacio y ciudadela, que están en una zona elevada. Son pintorescos y bellos. Deambulamos por el centro y, al regresar, nos topamos con una agradable sorpresa. Es un diminuto poblado amurallado que sobrevive en construcción medieval, donde se alternan casitas de artesanos fabricantes de juguetes, cuero, estaño, etc., con típicas tascas alemanas. Nos sentamos a refrescarnos y mezclarnos con la gente de la ciudad.

Núremeberg = ¡tejados!
 

26-VII Nuremberg – Berlín 442km.

Cada día nos organizamos mejor para salir. El día amenaza lluvia. Encontramos la autopista sin problemas y llenamos el depósito de gasolina pronto, además de abrigarnos bien. La autopista recorre toboganes repletos de bosques de abetos. Hay curvas a menudo. Lo más peligroso son los cortísimos carriles de deceleración para entrar a las áreas de descanso. Tras ciento y pico kilómetros, y uno antes de entrar en la antigua Alemania del Este, nos detenemos en un área de servicio que marca parte de nuestras actividades del día. Allí, tomando un té con limón, conocemos a Frank, un gordo y rubio estudiante alemán de derecho que nos previene del mal estado de las carreteras del este, de lo fácil que resultará comprar gasolina en Checoslovaquia, de lo acertado de no viajar a Polonia, etc. Se despide y se va con el ronroneo de su Suzuki 650 Special. Nosotros salimos al poco rato, ya con más calor en el ambiente y con el asfalto manteniéndose seco, y, al cabo de un kilómetro, atravesamos la antigua frontera entre las dos Alemanias. La autopista pasa a convertirse en una de cemento por el que no se rueda mal. Pero, a medida que nos internamos por aquel territorio, las casas surgen más grises y viejas, y los baches empiezan a agrandarse y multiplicarse, llegando a ser preocupantes y obligándonos a aminorar la velocidad. El paisaje, por el contrario, continúa lleno de bosque y campo, lejos del imaginario preconcebido de industria y asfalto. Creo que hay dos respuestas para esto: primero, lo más industrial debe de ser la cuenca del Rhur y las grandes metrópolis del oeste; segundo, la suciedad de Alemania es sobre todo de polución ambiental más que de paisaje.

Bastantes kilómetros más adelante, unos atascos por obras propician que volvamos a encontrarnos con Frank. Va enfundado en cazadora, pantalones, botas y guantes de cuero negro, con casco y moto negros con dos maletas. Circulamos juntos sin hablarnos, entre filas de coches parados, a 120km/h en los tramos despejados y a 90 en los de obras hasta que, por fin, en un desvío, nos hece salir de la autopista y se detiene a fumar un cigarro, mientras nos ofrece seguirlo por carreteras normales para ver un poco el Este. M repone fuerzas comiendo fruta y yo pregunto sobre el futuro, los cambios, etc.

Las carreteras alternan vías excelentes con buen asfalto, rectas larguísimas y árboles a los lados que detienen el viento, con otras de adoquines o de parches de asfalto. El tráfico se compone de Audi, BMW o Mercedes adelantando al constante goteo de minúsculos Watburg en versión normal, familiar o con remolque, en los que viajan los otros alemanes. Es una sensación horrible. Unos ciudadanos clase A viven en la opulencia y en el máximo nivel de consumo, y otros se encuentran en la miseria, alucinando con las novedades, sin poder tocarlas después de haber trabajado durante toda su vida para nada. El espectáculo nos entristece, es como si esta región hubiera estado detenida en el tiempo cuarenta años.

Pasamos por Bitterfeld, la cual, según Frank, es la ciudad más sucia de Europa. Es decir, la que más contamina la atmósfera, debido a sus discretas y nada aparatosas industrias químicas. Poco después empieza a llover, pero no nos detenemos. Es un aguacero breve y pasajero. Dejamos a nuestro guía en Wittenberg, nada más cruzar el Elba. Nos indica que sigamos la carretera 2 hasta Berlín. Es rápido pero muy duro. En Beelitz, los baches, socavones y empedrados estan cerca de destrozarnos el trasero, las vértebras y las suspensiones de la moto, así que, en un cruce con la autopista, la tomamos rumbo a Berlín. La entrada a la ciudad supone un nuevo cambio. La autopista se ensancha y el pavimento vuelve a ser asfalto. Las áreas de servicio son modernas, amplias y espectaculares. Dentro de la ciudad, los comercios son impresionantes, con hoteles imponentes, restaurantes, centros comerciales, etc. Todo en acero, hormigón, cristal, dorados, luces y plástico. Un urbanismo de consumo llevado a su máximo límite, como escaparate occidental ante el antiguo Pacto de Varsovia.

El tráfico es muy lento pues hay dos carriles-bus y solamente uno para coches. Abundan lujosos Mercedes y magníficas motos. Hay gente elegante en las aceras. Estamos agotados y sudamos. Encontramos el Europa Centre y reservamos una cara (y normalita) habitación en un hotel interior sin entrada. Una vez instalados y descansados, salimos a la calle. Hay mucho ruido: tráfico, decenas de grupos y solistas tocando en la calle ritmos africanos, peruanos, clásicos, rock… Puestos de venta de chucherías, bisutería, etc. Artistas que pintan en el suelo, malabaristas, punkies, colgados, hippies, etc. Cenamos en un barato self-service. El panorama, al regresar, me abruma más que divertirme, es un choque demasiado frontal entre los turistas de vida fácil y cómoda, contra gente que vende lo que puede y lo que cree saber hacer, con tal de sobrevivir en medio de unos bloques de hormigón creados para acomodar a los primeros y mantener fuera a los segundos. Nos preocupa la seguridad de la moto, así que optamos por un parking, pero nos dicen que únicamente es para coches. La moto, tan fiel servidora, dormirá al raso en Berlín.

La Filarmónica.

27-28-VII Berlín.

Mañana de recados. Potente desayuno, comprobación de la moto y búsqueda de un cajero en el que sacar marcos alemanes. Nos subimos a un autobús turístico descapotado para llevarnos una visión integral de Berlín oeste que nos ayuda a orientarnos para el resto de los días. La ciudad no nos parece bonita. En cuanto sales del bullicioso, hipermoderno y turístico-consumista Kufür’dam, las casas, salvo algunas excepciones, son espantosas. Como grises, y construidas con escasez después de la guerra. Los lugares emblemáticos se nos antojan pequeños y algo decepcionantes, por ejemplo, la puerta de Brandeburgo, cuyo valor se apoya únicamente en la historia que la acompaña (especialmente la más reciente). Lo que sí nos impresiona es ver los cutres autobuses checos o polacos llenos de paupérrimos turistas, aparcados cerca de la zona más comercial. Los viajeros acarrean cosas en sus bolsas de fibra, todas de idéntico color. Nos gustó especialmente la iglesia de la torre rota, reconstruida con otra octogonal que la sirve de apoyo. También el significado, importancia y aspecto de la Filarmónica, y la alejada visión del tramo más sangriento del Muro. Lo demás nos ha parecido corriente y pequeño, y el centro financiero, comparado con La Defense, una canijada. Cada vez nos da más la impresión de que el Berlín publicitario existe única y exclusivamente para y por los turistas, y en sólo dos días es el único Berlín que podremos conocer. De todas formas, decepciona un poco el hecho de que por la noche nuestra populosa calle se llene de bicicletas y motos locales, lo cual indica que gran parte de la juventud berlinesa viene aquí a divertirse, diciendo poco a su favor. En todo caso, nuestro estado de ánimo es estupendo a lo largo de todo el día. M ya está bien del estómago. Caminamos hasta un mercado largo y bien organizado que vimos desde el autobús. Los puestos están colocados en dos filas, y sus toldos dan una sombra muy de agradecer. Aquí también hay músicos callejeros. Se vende artesanía, antigüedades, ropa, muebles… de todo. Nos resulta divertido, entretenido y fructífero, pues compramos un cuaderno para diarios de viajes, un maravilloso, precioso y original vestido antiguo para M, y unos pantalones informales y multicolores para mí.

Comemos en un típico restaurante alemán forrado por dentro de madera. Ensalada, seguida de surtido de salchichas variadas y cerveza. M por fin se desquita. La tarde nos la tomamos de descanso, lectura, envío de postales y pruebas de las compras. Cenamos en una estupenda tasca que nos hemos encontrado saliendo de la avenida principal. Sendos codillos que nos dejan llenos y nos exigen un pausado paseo nocturno mirando escaparates.

Al día siguiente, ya tenemos decidido que el símbolo de este Berlín y de la reunificación alemana es el Trabant, ese cochecito que ahora circula como los últimos cincuenta años, a través de espantosas casas, campos de trabajo, fábricas semiderruidas y carreteras desarmadas, pero que, además, trata de sobrevivir al lado de coches de más de 150 CV, y circular entre la mayor prosperidad europea: la otra Alemania.

Comenzamos el día dispuestos a conocer el Berlín este. Tomamos el complicado metro berlinés, haciendo esfuerzos para lograr pagar en la escondida cabina. El metro combina tramos de sucio soterramiento con otros de exterior soleado. Tras dos escalas, salimos a la famosa plaza de Alexander, gran explanada de cemento con una fuente rodeada de edificios elevados y sorprendentemente modernos y bien terminados. La plaza resulta sosa, muy sosa. Y vacía. Quizás porque la ciudad está bastante vacía en general por ser domingo por la mañana. Desde allí, caminamos por la avenida principal del este, dejando a ambas manos iglesias y colosales edificios de organismos oficiales, así como numerosos bloques modernos y comerciales. Es la fachada turística controlada. Fuera de ese eje y dos paralelas más a cada lado, está la podredumbre, suciedad y dejadez urbanística y social. A medida que pasan las horas, el sol nos castiga con más dureza, hasta obligarnos a tener que buscar siempre la sombra. La avenida nos parce más bonita y elegante que la de Berlín occidental, aunque en un estilo preferentemente neoclásico. Llama la atención la puntiaguda y elevada torre de televisión, que puede divisarse, prácticamente, desde toda la ciudad. Algo facilitado por la mesura en la altura de la construcción general de la capital.

Encontramos nuevos puestos en la calle. Son de artesanía artística moderna. Uno de ellos tiene un trozo de Muro. El dueño es José Nuevo, un madrileño licenciado en Bellas Artes en Sevilla, que vive en Berlín desde hace cuatro años y está casado con una alemana. Hace escultura. Nos muestra su cuaderno de bocetos y todas las pequeñas obras de que dispone allí para vender, aunque trabaja en un estudio en su casa y no parece que le vaya mal. Su mujer es pintora. José trata de explicarnos como ha sido de radical el cambio de Berlín. Compramos una estatuilla que simula una parte del Muro sobre la que él pintó, en su día, y que ya está en proceso de apertura oficial. Corresponde a un ejemplo intermedio de toda una serie que representa el derribo completo del Muro, pero que resultaría demasiado cara (completa) para nosotros. La nuestra tiene incrustado un pequeño pedacito original del Muro. Y, por supuesto, la, quién sabe si algún día famosa, firma del agradable, ameno e interesante autor. Resulta que unos años antes estuvo en Cantabria participando el rodaje de un documental sobre todo lo que rodea a la vaca tudanca.

Desde allí nos acercamos a ver un largo tramo de Muro que todavía persiste. Es el fragmento más sangriento, donde más prófugos del régimen socialista fueron abatidos en su desesperado intento de fuga. Unas necrológicas pintadas sobre él señalan el número exacto de muertes por cada año de existencia de la pared.

Seguimos caminando mucho, incluyendo un rodeo para pasar por el edificio de la Filarmónica. Agotados y de regreso, descansamos en una terraza con sombrillas, que pertenece a un restaurante argentino, y aprovechamos para comer. En el hotel duermo la siesta, leo y preparo el rutómetro para el día siguiente. Sobre las siete, me pongo en ropa de deporte y me voy a correr por el agradable y algo laberíntico parque de Tiergarten. Treinta y cinco minutos de carrera ligera por caminitos de tierra, empedrado, grijillo, etc. Corro al lado del canal, viendo gente tirada en la hierba, un concierto en una esplanada de verde, gente paseando en bicicleta, parejas heterosexuales, otras homosexuales, aves de diversos tipos, conejos silvestres sueltos entre los árboles, y una original construcción conformada por galerías de todo tipo de casas, sin una sola pared exterior. Corro y termino estirando junto al canal tranquilo y verdoso, el cual he cruzado varias veces durante mi carrera a través de puentes de madera. Incluso llego hasta la famosa columna de Siegessäule. El día acaba con cena y paseo posterior.

Postal del proceso pegada en el diario de viaje.

Detalle del Muro. Datos, cuantitativos y cualitativos, de fallecidos durante intentos de fuga.

El Muro visto desde el oeste, con edificios del este detrás.

29-VII Berlín-Praga, 375km.

Cargamos la moto con todo, que milagrosamente cabe en las maletas, tras mucho ingenio y presión. La salida de Berlín no está nada clara, pues las indicaciones señalan sus núcleos periféricos en vez las ciudades de destino de las autopistas. Por fin, a la segunda pregunta, unos chicos de una gasolinera nos dirigen hacia Berlín Ring y, desde allí, mediante algunos desvíos, enfilamos hacia Dresde por las bacheadas autopistas de la Alemania Democrática. En algunos tramos, incluso, en vez de línea discontinua entre carriles, lo que hay es una grieta cubierta de hierbas y musgo. Todo va bien hasta que. unos 5 o 10km después de haber pasado una gasolinera, la moto entra en reserva. Al principio continuamos alegremente hasta que, viendo que no aparece ninguna otra estación de servicio, voy reduciendo la velocidad hasta acabar instalado en unos 80km/h, en sexta, durante casi un cuarto de hora. Cuando estamos a punto de salir de la autopista para intentar llenar el depósito en algún pueblo, pues la desesperación y el miedo a quedarnos tirados ha arraigado en nosotros, aparece una señal anunciándola a tres kilómetros. Todo esto nos distrae bastante con respecto a un paisaje caracterizado por campos, colinas y cereal, iluminado por la potente luz que nos acompaña.

Hace calor, pero sin exceso. La autopista se acaba en Dresde. Cruzar la ciudad es un martirio obligado: raíles, cruces, semáforos y, más que baches, dunas. Después llega una carretera aceptable. Paramos en un pueblo en el que, hablando por señas, nos sirven salchichas y ensaladilla. La moto va a tope, y en las curvas cerradas de 180 grados o en los baches más gordos, el caballete central llega a tocar el suelo. Ello limita cierta diversión a la hora de tumbar en las curvas de las carreteras nacionales.

El paisaje va mejorando a medida que nos acercamos a Checoslovaquia. Aparecen montañas cubiertas de regios bosques de abetos. Seguimos un valle trazado por un río de montaña. Una agradable carretera que serpentea entre el permanente y extenso bosque atraviesa bonitos pueblos de estilo montañero, con las casas más cuidadas que hemos podido apreciar en todo el este alemán. Hay bastante tráfico, sobre todo alemanes de vacaciones y checos con sus Skoda. En un momento dado, nos cruzamos con un tren de mercancías que viene rápido y ruidoso por la vía paralela a la carretera. No parece nada especial salvo por el hecho de que la locomotora es… ¡de vapor! La típica de color negro con detalles rojos. La carretera continúa como puerto de montaña por el que ascendemos mediante rectas en total penumbra forestal, y curvas de 180 grados donde en una ocasión volvemos a tocar con el caballete. En la parte alta de las elevaciones comienzan a aparecer las indicaciones del paso fronterizo. En el último pueblo alemán repostamos sin necesidad, por si acaso.

La frontera es progresiva. Carteles, señales de encauzamiento según el tipo de vehículo, un semáforo de control de atascos y una ventanilla de pasaportes. El agente mira los nuestros, da paso libre, aduanas y pasamos sin parar. Cien metros más adelante nos detenemos donde lo hace todo el mundo, y algunos moteros, para cambiar dinero. Cambiamos 25 dólares. Tras el cálculo, la corona sale a unas cuatro pesetas. Por el momento pasamos de los cupones de gasolina porque significaría tener que volver a detenernos 8 kilómetros más adelante. El camino es ahora inverso, descenso de las montañas, aunque también resulta bonito. Checoslovaquia tiene mejor pinta en cuanto a casas y construcciones. Además, hay coches occidentales con matrícula local. Vemos dos piscinas en dos pueblos. La carretera está bastante bien, es cómoda y agradable, con doble carril en las subidas. El campo es bonito, pasa de tener aspecto montañés cerca de la frontera, a castellano en la llanura hacia Praga. En un parking de descanso tomamos dos cocacolas a 36 pesetas cada una.

Con cansancio y el trasero castigado por las horas de moto, llegamos a la periferia de Praga. Aquí, todo hijo de vecino cuelga su cartel oficial de i-turismo, reserva de habitaciones. Pero, en realidad, son chiringuitos totalmente privados. Ni siquiera en Praga encontramos uno oficial. Un individuo nos ofrece una habitación en la autopista pero lo evitamos. Praga se atraviesa mediante calles de cuatro carriles que resultan muy peligrosas si vas en moto despacio, buscando y dudando. Varios coches nos rozan. Tras breves vueltas, nos plantamos en una avenida considerada como el centro. En un bonito hotel cobran 280$ americanos la noche ¡huimos! Un guardia me pasa y me habla en checo. Con esa soltura que me acompaña en el viaje, en lo que a gramática foránea se refiere, interpreto que me está indicando que por ahí está prohibido circular si no tienes tarjeta de hotel de la zona. En definitiva, que nos echa. En la bocacalle de salida damos con una oficina de información para checos. Allí, una delicada y un poco obtusa señorita que habla inglés nos da la dirección de tres sitios donde informarnos para alojarnos. Están los tres en la misma calle. El problema es que, en vez de dibujarnos un croquis para llegar a ella, nos escribe los nombres de las calles que debemos ir siguiendo, una detrás de otra, con flechas que indican los giros. Ideal para un ciudadano castizo de Praga, pero poco práctico para un foráneo. Además, su caligrafía es muy académica y, por tanto, poco interpretable para el que nos sabe checo ni sus caracteres. Pese a todo, encontramos la calle. Pasamos definitivamente a la oficina real, antes había un centro de pernocta barato (1,25$) y suponemos que con cucarachas e italianos piratas incluidos. En la oficina todo es amabilidad y correcto inglés. Nos ofrecen un buen hotel con sauna y cerca. Reservamos y pagamos allí tres noches. Para pagar voy primero al hotel de al lado a cambiar dinero. Conozco a un zaragozano desesperado y cansado tras sólo 10 días de inter-rail. La recepcionista del hotel no me cambia 100$. Busco un banco y vuelvo sin haberlo encontrado. Cambio los últimos marcos, pagamos y salimos en busca del fácilmente localizable hotel. Cuando llevamos un buen rato de autopista, el mosqueo nos hace meternos a la ciudad por su extrarradio. Hacemos miles de preguntas, nadie habla ni jota que no sea checo. Viejas, hombres, señoras, chicas, calles, cruces, casas cada vez más cutres. Por fin, ya muy cabreados y agotados, encontramos el antro. Es un edificio de pisos feísimo y viejo. La recepción está en el hueco de la escalera. El suelo es de baldosa. La habitación es del este. Hemos descubierto que es un apartamento reconvertido en habitación de hotel. El baño es de época (de la de Stalin o algún otro). Las camas te las haces tú, eso sí, con sábanas de hilo (alguna ventaja tenía que tener el atraso comercial) y el edredón es pesadote (un clásico). Pero tenemos baño propio.

Nos duchamos, y a Praga en la moto aligerada. Conocido el camino, la vuelta es facilísima. Cinco minutos. En el centro es complicado aparcar. La dejamos en una calle secundaria y buscamos cena en el bulevar central. No nos gustan los sitios, pero finalmente subimos a un restaurante en un 6º piso. El gordo y forzudo ascensorista no se levanta de su taburete, ni deja de dar la espalda, ni de leer el periódico, ni de mantenerse despatarrado mientras nos sube, únicamente da al botón del 6º sin preguntar. La carta es intraducible. La primera camarera se corta en los dedos y ha de ausentarse, el segundo nos explica los menús en alemán (optimistas de nosotros así se lo pedimos, como si fuéramos a entender algo). Al final, filete con patatas y una ensalada diminuta. Dos cervezas grandes y un copón de helado por 600pts cada uno. Demasiado tarde, descubrimos a un camarero que habla inglés. Al irnos, vemos una mesa muy preparada con dos banderitas sobre el mantel. Esperan a dos personalidades: Mr. García y Sra.; y un checo. En el hotel, hacemos cómico balance del día y ojeamos un periódico español del día anterior. Somos conscientes de poder vivir en un inmueble totalmente fiel a la norma checoslovaca de los últimos 30 años. La Suzuki descansa rodeada de Skodas por todo el patio. La habitación, de la que tanto despotricamos inicialmente, está limpia y todo funciona bien y, además, nos sale escandalosamente barata.

Moneda checoslovaca retenida en el diario de viaje.

30-31-VII Praga.

Preferimos ir a desayunar al centro, pero no encontramos donde. En un bar con terraza únicamente servían bebidas, pero una de sus guapísimas camareras nos dice dónde podemos comprar bollos y que podemos comerlos allí con sus bebidas. De allí vamos al banco. Odisea de ventanillas para conseguir un bono de 10 litros de super (dos es imposible) y cambio de 90$. La empleada se piensa que el billete de 100 puede ser falso y tarda mucho tiempo en comprobar su autenticidad. Más tarde nos internamos por las antiguas calles del centro. ¡Espectacular! Praga es alucinante, increíble, especial, maravillosa, enorme, preciosa, variada, señorial, añeja, con solera, etc. Su arquitectura no deja descansar ni un segundo. Su población está buscando alguna fuente de ingresos privada tan ansiosamente que no dejas de admirar a músicos ambulantes de jazz, música medieval, clásica, etc. Artesanos vendiendo cristalería, juguetes de madera, dibujos, figuras de zinc, etc. Las chicas son guapísimas. Y está de moda el pantalón vaquero cortado con media nalga al aire, y resulta sorprendente cómo una prenda normalmente tan fea, te pueda llamar tanto la impresión por su aspecto llamativamente estético en tanta cantidad de chicas. M está totalmente de acuerdo conmigo en estas apreciaciones. Lo único que desencanta un poco es que son bastantes las que no se depilan las piernas.

Tomamos fotos, escuchamos música, compramos CDs, postales, pasamos por la encantadora plaza del reloj, el puente viejo, tomamos una cerveza en un bar, apalabramos un espectacular ajedrez de figuras de zinc para el día siguiente (sin saber cómo transportarlo) y un largo etcétera de actividades. Todo va viento en popa. La calle está llena, la mayoría turistas del Este: polacos, checoslovacos, búlgaros, etc. Aunque también se puede escuchar bastante alemán, algo de italiano, e incluso español.

Comemos en un restaurante típico, con dificultades para elegir, pero un precio tirado. Siesta en la plaza tumbados en la hierba. Descanso observando a la gente y con la música de fondo de una banda. Compramos provisiones y regresamos al hotel para huir del calor de la tarde. Horas después volvemos al centro a cenar. Salchicha, hamburguesa y cerveza. Se encienden las luces del impresionante museo. La policía, pistola en mano, persigue y busca a alguien en un túnel peatonal. Al marcharnos en la moto, la policía nos da el alto, nos revisa con calma e ironía la documentación y nos deja ir. En Praga nos sentimos muy libres con la moto, que nos da autonomía. Circulamos ya sueltos con ella y vemos la capital globalmente.

Que Praga fue algo grande durante siglos, con sus salones, conciertos, riqueza, elegancia y demás, es algo fácil de imaginar al pasear por la ciudad. Nos parece estar asistiendo a un nuevo despertar de Praga, con tanta gente buscándose la vida, funcionando, con comercio callejero, mientras los grandes almacenes oficiales se mueren de asco. Coches occidentales, turismo propio gastando dinero, tirados trasnochados que vienen de Occidente buscando desesperadamente obsoletos paraísos hippies o revolucionarios y se encuentran aquí, sucios y arrinconados, fuera de lugar. Nosotros decimos ¡olé, Checoslovaquia! Seguid intentándolo y quién sabe lo que podrá volver a ser Praga. Estamos encantados de evitar intentar recorrer todos los monumentos, museos, etc. Y dedicarnos a la vivencia social y callejera. Me acuesto con la confirmación de que Miguel Indurain ha conquistado, definitivamente, el Tour de Francia.

Nuestra última jornada completa en Praga nos lleva a pensar que la ciudad y el país son especiales, diferentes, muy suyos, y nos han calado bastante. Jornada de calor sin sol, con humedad y con luz filtrada por una cubierta nubosa. En moto hemos tomado otro itinerario por el río hasta su orilla opuesta. Hemos subido la escalinata hasta el palacio. Es un conjunto ciudadela con un gran edificio con enorme patio interior, y también una gran iglesia gótica. Es bonito, pero no nos seduce. Aires neoclásicos grandiosos. Es casi más coqueta la capilla románica de San Jorge, de piedra y madera. Desayunamos en su café del patio interior. Descendemos callejeando y regresamos a algunos lugares de ayer. Vemos escaparates, embajadas, músicos, gente, y acabamos yendo a buscar nuestro grande y pesado ajedrez de figuras de zinc pintadas a mano. A la hora de pagarlo no tienen cambio de nuestro billete, por lo que tengo que ir a un banco. Esta vez tardo menos en la gestión y acierto con la ventanilla a la primera. Además, aprovecho y adquiero un nuevo cupón de 10 litros de Benzine Super. De allí a la caja: doy 100$ que me revisan con lupa, y me devuelven 60$, ochocientas y pico coronas y el cupón de super.

Hay que explicar este asunto de los cupones. La gasolina no se paga en las estaciones de servicio, se canjea por cupones. En la moto caben unos 12-15 litros, pero los cupones son de 10, 20… y no se puede sacar más de un cupón cada vez. Solución: ir dos veces. Burocracias socialistas generan paciencia y picaresca civil.

El ajedrez está en nuestros brazos, empaquetado con parsimonia y primor y con una tarjeta del vendedor como factura. Descansamos en aquella misma plaza junto a una fuente central, pues el paquete es un muerto que limita la movilidad. Auguro problemas insalvables para su transporte mientras escucho a unos jóvenes catalanes dar la lata. Media hora después, su desenvuelta monitora Beatriz les echa la bronca por impresentables y cerdos, y aprovecho ese momento para pedirle si nos puede llevar el paquete a su pueblo en el autobús. Acepta gustosa, “lo lleváis a las ocho en la estación central”. Contentos y aliviados lo portamos, con escalas, cruzamos el puente y comemos (dos veces) en un restaurante por una birria de dinero. Buscamos la moto y, con el ajedrez encima, intento sortear baches, raíles y adoquines mientras acierto con el camino de vuelta. En la habitación revisamos con placer y admiración el artístico ajedrez. Lo empaquetamos cuidadosamente añadiendo la escultura del muro, planos usados y otras compras. Al volver a Praga más tarde, buscamos el autocar de Nuria Tours, vacilamos y reímos con los chavales, sobre todo con los más sueltos, los macarrillas. Han hecho un intercambio con checoslovacos y regresan hoy. Alucinan con nuestra moto tan lejos de casa. Son simpáticos. Llega Beatriz, le damos el paquete e instrucciones, intercambiamos direcciones y les damos unas coronas que necesitan.

Como despedida de Praga, nos gastamos el dinero local que nos queda en cenar a tope. Hotel Europa, servicio exquisito, canapé, aperitivo, plato principal, vino blanco checoslovaco, postre y… subida de tono.

Icónico detalle de Praga.

1-VIII Praga-Viena 329km.

Nos organizamos bien para emprender viaje y nos despedimos de la mal encarada recepcionista de estilo Stasi. Salimos con los trajes de agua porque hace fresco. Buena autopista de dos carriles que pasan a ser tres en las subidas, aunque los carriles de entrada y salida son muy cortos y las áreas de servicio estilo barracón. A los cinco minutos se pone a llover y a los quince entra la reserva. Así que, teniendo en cuenta que este país presenta muchas incógnitas, rodamos a 80 km/h por si acaso. En la gasolinera utilizamos un primer cupón, M se añade un jersey y yo protejo la bolsa de depósito con su funda de lluvia. Reemprendemos viaje a 140km/h mantenidos a pesar de la lluvia. M se está consolidando como un paquete de primer nivel. Sentada detrás, lloviendo, a 140 y a 3000km de casa en un país como Checoslovaquia. Es dura, es aventurera y está conmigo.

Va dejando de llover, hace todavía algo de fresco. Para mi temperatura ideal que me mantiene despejado. Las posaderas avisan de que hay que parar. Desayuno de pan con mermelada y mantequilla, acompañado de un rudo café con 50 gramos de poso de grano molido no filtrado. La camarera nos sorprende hablando español.

Hacemos tramos largos en moto y por eso llegamos pronto a Brno. Abandonamos la autopista y los bosques de abetos para tomar una entretenida y bien asfaltada carretera con veloces rectas, que nos transporta a través de campos amarillos, llanuras y alguna modesta colina. Pasamos junto a un pantano y dos o tres pueblos. Repostamos con nuestro segundo cupón y alcanzamos la frontera. El funcionario es un simpático hombre mayor. Nos miran los pasaportes y listo, en la aduana ni paramos. Un kilómetro más adelante está el relajado paso austríaco. Allí no tenemos ni que posar los pies en el asfalto. Por Austria siguen los campos amarillos, la llanura con algunas leves ondulaciones y, sobre todo, una carretera muy rápida de carril especialmente ancho, en la que podemos ir adelantando, aunque vengan coches de frente. De hecho, hay señales que indican en checo y polaco que los vehículos lentos se arrimen a la cuneta para hacer más fluida la circulación. Vuelve la fatiga. El viento lateral es brutal, pero cuando paramos a descansar ya estamos a unos 15km de Viena. Hemos rodado a buen ritmo.

Circulamos un cuarto de hora por calles, cruces, semáforos e indicaciones de Zentrum. Una vez allí preguntamos por la oficina de información, cambiamos 100$, volvemos a preguntar y la acabamos encontrado junto a la Ópera. La señora es eficaz y reservamos hotel con desayunos incluidos. La mala noticia es que la Escuela Española de Equitación está cerrada en verano. Era uno de nuestros intereses. Encontramos el hotel fácilmente y nos guardan la moto en un almacén. La habitación es elegante, antigua, enorme y bien equipada. Dejamos todo y, hambrientos, salimos a la calle. Lo resolvemos en un bar con salchichas y cerveza, y compramos víveres en un supermercado.

Volvemos a salir por la tarde, pero la fuerte lluvia nos hace regresar. Lo poco visto hasta ahora nos muestra lo caro que es todo, que Mozart está por todas partes, que las calles también resultan oscuras y que los semáforos se ponen ámbar antes del verde.

Apunte de nuestro aspecto rodando para el diario de viaje.

2-3-VIII Viena.

Dia tremendamente lluvioso en Viena. Desayuno con un rico café vienés. Salimos del hotel algo abrigados, con el paraguas y con la bolsa de depósito llena de cosas. Compramos cinta de embalaje y nos plantamos en la oficina de correos en la ventanilla de paketes. Tienen cajas de varios tamaños. Compramos una, metemos todo, lo envolvemos y lo enviamos a casa. En una cabina hacemos algunas llamadas pendientes. Después paseamos y vemos escaparates. Ropa de gran calidad, joyerías, librerías, anticuarios y fantásticas tiendas de música. La gente viste elegante y arreglada. Sigue lloviendo a ratos. Los edificios son señoriales. Hay carriles-bici, tascas agradables y rudas, cafés amplios y elegantes, un metro lleno de vida y pasillos gratuitos, edificios antiguos enormes y otros modernos adecuadamente diseñados, cuidadísimas galerías de tiendas en soportales neoclásicos. Majestuosos edificios públicos con tremendas estatuas ecuestres y de otras clases. Pero, por encima de todo, Viena es música. Es un día sin planes. Nuestro improvisado pasear se convierte en un deambular por la historia de la música clásica centroeuropea. Primero, las tiendas de música con colecciones de Mozart, Karajan, ópera, de todo. Sucumbimos adquiriendo una colección de 25 CDs de Von Karajan con la Filarmónica de Berlín interpretando obras de Haendel, Beethoven, Mozart, Brahms, Dvorak, Chopin, etc. Con ella estrenaremos el magnífico equipo de música que nos han regalado por la boda. Después, el destino musical de la ciudad ha encaminado nuestros pasos por la avenida circular que recorre los principales edificios y, girando, hemos llegado al espectacular museo. Impresiona aún más por dentro que por fuera, con sus salones, mármoles, aire aristocrático y señorial, o más bien real o imperial. Allí hay una exposición de instrumentos utilizados por Mozart. La visitamos con audioguía. Por la majestuosa escalera de acceso suena la Flauta Mágica en nuestros cascos. Sala tras sala, vamos viendo instrumentos utilizados por Mozart. Violines, clavecines, timbales, pianos, trompetas rústicas, antiguos clarinetes, la traducción inglesa nos explica su historia, empleo, etc. Las múltiples sillas de las salas permiten disfrutar descansando, y los auriculares suministran piezas musicales o pruebas de tono de los diferentes instrumentos exhibidos. Con cada cambio de sala, la grabación cambia automáticamente. Un excelente montaje.

En el museo vemos trajes de ópera y algunas otras cosas más. Salimos de allí con ganas de comer. Un caro gulasch, además de salchichas con bacon y cerveza, cumplen su cometido. Paseamos entre más edificios imponentes, limpios y arreglados. Recortados jardines y diversas vías de tranvía. Tomamos una calle lateral llena de tiendas de antigüedades y sugerentes cafés clásicos. Repentinamente, surge una preciosa plaza de altos edificios blancos que conforman un semicírculo y están coronados por estatuas doradas y rojas, como rodeando a una poderosa estatua ecuestre de metal verdoso en el centro. Al bajar la mirada nos topamos con un cartel que anuncia la exhibición de la Escuela de Equitación en video. Nos conformamos con ello en pantalla grande. Magnífica imagen, rodaje, caballos, picadero y aires. Todo tipo de habilidades. Trotes, galopes, piafé, alargamientos, cesiones, apoyos, alzadas, cabriolas, piruetas, corbetas, etc. Coreografías acompasadas a piezas de Mozart, marchas y valses de Strauss, e incluso guitarra española. Salimos entusiasmados y nos prometemos un fin de semana para verlo en vivo [lo hemos cumplido 32 años después]. Nos retiramos fatigados al hotel, donde revisamos compras, leemos, escribo, dibujo y escuchamos algo de música. En vez de salir a cenar, optamos por picar de nuestras provisiones.

Sigue lloviendo en el nuevo día. El diminuto paraguas nos protege muy justitos y vamos esquivando charcos. Cruzamos numerosas calles y luego un parque con un tormentoso y violento canal de aguas turbias. Llegamos a una zona menos elegante y más ennegrecida, por donde algunas vías cruzan las calles. Nuestra larga caminata alcanzó su objetivo: el museo Kunsthaus. Se trata de un edificio remozado por al artista-arquitecto Hundertwasser. El edificio es fantástico. Ventanas diferentes entre sí, árboles que salen de ellas, césped plantado en los tejados, líneas curvas donde siempre solemos esperar rectas, riqueza y variedad de colores… mucha originalidad. Dentro, los suelos son de terrazo o de madera, pero no son planos, sino que presentan suaves declives. Allí vimos una exposición suya. Cuadros llenos de color, algunos de ellos preciosos, tapices enormes y unas interesantes maquetas de sus proyectos arquitectónicos que nos parecieron muy ingeniosos, agradables e idílicos. Todos buscan un nuevo en encuentro del ser humano con la naturaleza, una habitabilidad del mundo en horizontal, placentera, dejando de lado los intereses económicos. Es claramente ecologista, se puede palpar en sus propuestas. En conjunto, nos ha parecido un gran artista, aunque en su arquitectura detectamos claras influencias de Gaudí y fachadas inspiradas en Miró. Con respecto a su pintura, que es interesante y sugerente, es en sus inicios donde más pueden observarse similitudes con otras conocidas tendencias. Tratándose de un creador relativamente actual, ha sabido aprovechar muy bien su talento, lo ha sabido comercializar.

Volvemos a caminar siguiendo el canal del Danubio, que, como ya avisaba mi padre, de azul no tiene nada. Es de un denso marrón nada sugerente. Comemos y tomamos café en un bonito café vienés. Visitamos un barrio de anticuarios, la catedral y la Ópera, y tomamos un té en el Karlplatz Café. El resto de la tarde y noche los dedicamos a preparativos del viaje (rutómetros), lectura, algo de música y descanso.

Fachada del edificio Hundertwasser.
 

4-VIII Viena – Salzburgo 320km.

El soniquete de despedida de la camarera del desayuno me resuena mucho tiempo después, fiersiendamsien. El día es seco, conduzco con cazadora y pantalones. Coincidimos con otra pareja motera francesa al salir de Viena. Nos resulta fácil. Optamos por carretera nacional. Hay neblina bastante oscura. Vemos colinas suaves, grandes llanuras, algunos árboles y muchos campos de cereal. La carretera no resulta interesante, con un pueblo de aspecto moderno cada dos o tres kilómetros. Tras algunos adelantamientos y pocas curvas repostamos. En Melk, la carretera está cortada y el río desbordado a escasos seis metros de nosotros. Nos indican que para ir a Linz debemos tomar la autopista. Todo esto, y mucho más de lo que nos enteramos tiempo después, es una muestra de las graves inundaciones que asolan Austria y que son consecuencia de las lluvias que sufrimos en Viena y otras previas de las que nos libramos. La utopista es idéntica a las de Alemania y sin peaje. Circulamos a 140km/h con aire fresco alrededor. Cruzamos el Danubio varias veces. En una de ellas está precioso, dando un tajo a un bosque de abetos. El resto del paisaje es una llana y cultivada Austria. Parada de descanso y más autopista. Campos encharcados, inundaciones. Es la tragedia de Linz a la que hacía referencia la radio ayer. Rebasada esa ciudad van apareciendo más árboles y bosques. De repente, nos sorprende un chaparrón y nos detenemos en una zona arbolada. No hay nada a cubierto y nos acurrucamos bajo el paraguas. Dos moteros austríacos hacen igual. Nos ponemos la ropa de agua y partimos lloviendo. Jarrea, cae agua sin pausa, el paisaje ni se adivina hasta que surge el Attersee, un lago rodeado de montañas o colinas muy pendientes tapizadas de bosques y prados, con algunas preciosas cabañas típicas salpicadas por las laderas. Ahora, pese a la escasa luz y lo gris del día, el paisaje cobra interés y se parece a la Austria imaginada previamente.

Nada más llegar a Salzburgo encontramos la oficina de turismo y reservamos habitación. Es una casa agradable con una habitación genial. Abuhardillada, bonita, con detalles, baño completo, salita independiente, estanterías con libros, etc. Estamos a cinco minutos del centro. Dejamos todo, y en el primer sitio comemos ensalada y unas escasas salchichas con patatas. En la televisión, Kevin Swhanz gana una carrera de 500cm3. Duchados y descansados, salimos al centro prácticamente de noche. Hay bonitas tiendas, ropa muy elegante, calles llenas de vida, música callejera, una chica monta un show de bailarina de caja de música, lo pasamos bien. Todo está repleto para cenar, así que acabamos sudando en un italiano. Las aceras están llenas de grupos de italianos y catalanes. Regresamos al hotel. La ciudad, por culpa de su fama, nos ha recibido demasiado abarrotada.

Algunos de nuestros rutómetros.

5-VIII Salzburgo.

Madrugamos por el horario del desayuno. Nos topamos con un puesto de ropa usada en el que he reservado una chaqueta de traje austríaca. Hacemos recados de papelería, postales y cambio a chelines. Recojo la chaqueta y, como el día apunta a cambio y sol, regresamos al hotel a vestirnos más ligeros. Pasamos la mañana callejeando, viendo tiendas, puestos y gente. Tomo unos apuntes sobre un conjunto de mujer de un escaparate, con los que M se hará un vestido cuando regresemos. Una cerveza en una terraza sombreada y apetecible nos da un respiro de la gente y el calor. Comemos salchicha con queso y resolvemos algún asunto por teléfono. Subimos a la ciudad amurallada mediante el funicular. La fortaleza es grande, pero no especial. Lo mejor es la vista de la ciudad desde allí arriba. El calor aprieta y el gentío crece sin parar. Huimos finalmente a nuestros aposentos. Por la noche salimos muy arreglados los dos (estreno la chaqueta). Cenamos muy bien en un restaurante y nos tomamos un helado por la calle mientras paseamos. Dos chicos tocan flamenco con sus guitarras. Una preciosa chica de melena pelirroja y cara maliciosa baila agitando las lentejuelas con sus caderas y moviendo el ombligo, con los tobillos y manos desnudos, al más puro estilo oriental. Elegantes parejas locales salen de una sala de conciertos. Ciclistas nocturnos nos esquivan.

La moto en nuestro alojamiento de Salzburgo.
 

6-VIII Salzburgo – Múnich 140km.

Salida tempranera. De nuevo en la moto, cada día me gusta más la Suzuki. Error de orientación prontamente corregido y estupendo sol. En la frontera nos reingresan el free tax de la colección de CDs, y lo hacen en marcos. Vamos dirección sur para tomar la autopista y evitamos un gran atasco por el arcén. El paisaje es idílico. Enromes y preciosas casonas de montaña, abruptas colinas de verdes praderas y pequeños bosques de abetos, mas casas y granjas con las ventanas y balcones cargados de flores. Todo impecable y con buen gusto, y mucha madera empleada en la construcción. Hay bastante tráfico, pero es llevadero. Durante bastantes kilómetros se mantiene el paisaje. Más suave a la derecha, mientras que a la izquierda la cordillera del Tirol austríaco separa este país de Alemania. A mitad de camino bordeamos un gran lago con muchos veleros. Las carreteras de su ribera están parcialmente inundadas y unos ciclistas pedalean con el agua al nivel del eje de pedalier de sus bicicletas de montaña. La autopista tiene algunas curvas y es la más bonita que hemos utilizado hasta ahora. Cerca de Múnich aumenta el tráfico, pero aparece un tercer carril. Vuelve el territorio llano y estamos en Bavaria. Llegamos al centro directamente, aparcamos y caminamos hasta la oficina de turismo. Habitación muy céntrica con garaje propio para la moto. Nos vestimos de verano y nos calzamos con chancletas. Comemos en una taberna bávara, con la típica camarera rutona. Homenaje total.

Nos topamos con un desfile de una especie de cofradía que baila y toca música regional, mientras portan estandartes. Ellas y ellos visten de tiroleses ¿o bávaros? Con sus pantalones cortitos de ante y tirantes, sus medias de lana y sus sombreros verdes con plumón.

Hace un calor espantoso y descansamos en una plazoleta con fuente central. Tiene forma de peldaños rocosos por entre los cuales cae el agua a un estanque central. Está a la sombra y se está bien. Un pelirrojo sentado delante nuestro se marcha olvidando su cartera y su agenda electrónica, y no nos damos cuenta hasta que ya se ha ido. Lo recogemos y esperamos. Una hora y media después aparece con cara de desesperación, le llamamos y se muestra agradecidísimo. Se llama… ¡Roger Rabitte! ¡sí! Es irlandés y muy simpático. Trabaja en Múnich como químico para Siemens, pero sueña con casa y negocio propios. Hablamos mucho y nos lleva en metro al campus de la universidad. Nos explica que todo Múnich fue reconstruido después de la Guerra excepto el ayuntamiento y algún otro edificio. Entramos en un parque enorme y bajo la torre china, nos sentamos en una de las decenas de mesas verdes de bancos corridos. Para llegar allí hemos cruzado una zona nudista del parque, donde la gente toma el sol. En la mesa bebemos cervezas de litro y nos zampamos un embutido típico bávaro y un excepcional codillo. Roger nos invita a todo. Repetimos de monstruosas jarras de cerveza (está riquísima). Hablamos de España, Irlanda, Alemania, comidas, el divorcio y los toros. Salimos de allí algo embriagados y con ganas de orinar. El ambiente es estupendo, con gente de todo tipo, edad y nivel socioeconómico. Quedamos con él para el día siguiente. Llegamos de noche a Marianplaze, son todo risas y tropiezos, recordando el día. Después de dudarlo un rato, volvemos a salir hacia un pub con jazz en directo que nos ha recomendado Roger. Está cerca, pero vamos en metro. Sus indicaciones se muestran muy precisas. Es un pub clásico, cálido, oscuro y bien ambientado. Más cerveza, buen sitio y música en vivo. Un trío de chavales alemanes nos entretiene con rock and roll de Chuck Berry, Elvis, etc. Tocado a golpes de batería, contrabajo y guitarra eléctrica de las pioneras. Lo hacen muy bien e imprimen mucha marcha. Tarareamos, aplaudimos, silbamos y reímos con ellos. El guitarrista tiene pinta de alemán de mediana estatura, viste unos vaqueros cortos y toca muy bien; el bajo es alto, tiene melena morena y gorra de chulapo; el batería se marca un solo estupendo. La gente vitorea y repetimos ronda. Hay una pareja que no se resiste y, en la última canción, sale a bailar un rock demostrando muchas horas de vuelo.

Volvemos sin complicaciones pese a la segunda embriaguez.

Múnich = cerveza.

7-VIII Múnich.

¡Prost! Sí, sí, prost y lo que haga falta.

Nos reunimos con Roger en la plaza del ayuntamiento. El plan es terrible. Metro, autobús, calor sofocante y detallada visita al campo de concentración de Dachau, que fue el primero de Alemania, pero no de los más grandes. La exposición de fotos y documentos es desgarradora, y el documental sobrecogedor. Después, pasear por el campo bajo el tremendo calor, visitar los barracones, ver y pisar los hornos crematorios y la cámara de gas, donde sabes que han sido exterminadas miles de personas, te hunde completamente. El regreso es triste: calor, mucha gente y un silencio sepulcral. Nos despedimos definitivamente de Roger a medio día. Nosotros comemos ligeramente y nos vamos al hotel a descansar. Leo, escribo y preparo el venidero road-book que siempre llevo en la funda transparente de la bolsa de depósito.

Salimos a la mítica cervecería Hofbrauhaus, que la tenemos a 25 metros del hotel. Es una gigantesca taberna de cerveza, quizás la más famosa del mundo. Es enorme, espaciosa, bonita y animada. Sentados en una amplia mesa rústica de madera somos atendidos por la más típica, arisca y vieja de sus famosas camareras (que siempre nos trata bien), no como a un italiano al que casi pega por recalcar que quiere que su cerveza sea fresca. Bebemos cerveza comiendo dos tipos de salchichas. Pasamos la tarde con gestiones, paseos, llamadas y un descansito en un bar. El calor no invita a mucho más. En un paseo al atardecer vemos artistas callejeros: un simpático mimo; unos veteranos músicos de la región; un graciosísimo, ameno y buen especialista en malabarismos circenses al que dejamos propina por su original y divertido espectáculo; un escultor de estatuas humanas; y algunos músicos mediocres también.

Decidimos volver a la gran cervecería para cenar. Está abarrotada. Cientos de personas. Da lo mismo, donde ves un hueco, en cualquier mesa, vas, pides permiso y te sientas. En una nos recibe un joven punki austríaco angloparlante, con su padre, y un señor francés políglota con su jovencísimo hijo. Cenamos una gran ensalada de pollo y yogurt, seguido de porciones de salchichas gigantes con kartoffen. Después nos unimos a ellos en el jolgorio. Músicos bayerns tocan melodías regionales y todos golpeamos las rústicas mesas a ritmo. Brindamos con japonesas e italianos en una canción dedicada al prost. El primer litro individual se complementa con un segundo compartido. Cantamos españoladas de mesa a mesa coreando a una central en la que hay más de veinte compatriotas. Unos veteranos locales se suman a nuestra mesa. Hay risas, charlas, cerveza y demás hasta que las mesas empiezan a desocuparse. Adiós, auf wiedersehen, chiao, googbye, a voir… Todos contentos. Radiante despedida de Múnich, divertidísima ciudad.

Alegría bávara.
 

8-VIII Múnich – Innsbruck 147 km.

Vuelve el buen tiempo. Salimos orientándonos por intuición, y acertamos a la primera. Autopista hacia Garmisch-Partenkirchen. Es buena, prontamente rodeada de bosques y cada vez se ven más casas tirolesas alrededor. Son enormes, con la planta baja de paredes blancas, los pisos superiores de madera, lo mismo que los balcones y las contraventanas, todo ello con muchas flores. También hay prados verdes que brillan por el sol. Se acaba la autopista en pleno Tirol. Gigantescas montañas acotan un valle plano repleto de grandes casas y pequeñas cabañas de madera para la hierba. Hay algo de tráfico por la carretera, con cantidad de motos. Disfrutamos gustosamente el paisaje. Las casas empiezan a verse encaramadas en abruptas pendientes, rodeadas por prados y abetos de gran altura. Cruzamos un bravo río con el agua de un llamativo color azul turquesa blanquecino muy llamativo. Nos fascina y lo suponemos causado por el deshielo de las cumbres y los glaciares. Se suceden pueblos y las casas cada vez parecen más hermosas. Una de ellas es cafetería. Paramos a descansar y a tomar un té. Charlamos con un camionero jubilado. Al reanudar la marcha es todo tan bello que dan ganas de volver a parar.

Previamente hemos cruzado Garmisch-Partenkirchen con sus hotelitos, ajetreo, tiendas de esquí y BTT, etc. También la frontera sin apenas parar. Ahora ascendemos una montaña corta, y enlazamos con su descenso, muy empinado, hasta el fondo de un valle plano, muy ancho y completamente urbanizado. En el centro de la llanura, seccionada por una autopista, está Innsbruck. Nos decepciona un poco verlo tan grande, tan ciudad, pero entramos directos hacia la oficina y reservamos alojamiento. Es bonito, tipo tirolés, con habitación amplia. Tras la ducha, y vestidos de corto, nos vamos a comer. Camarera austríaca estándar, es decir, muy borde. Precios más elevados y peor calidad que en Alemania.

El centro está abarrotado de turistas. Van de compras y videocámara. No hay montañeros, aunque algunas mujeres locales hacen recados en bicicleta. Nos agobiamos. La plaza es preciosa, pero no la disfrutamos. Visitamos el Museo Olímpico. Es canijo y un poco vergonzoso. La vista desde la torre resulta algo empañada por el exceso de luz y humedad que reducen el contraste. Los comercios del centro no nos gustan por estar rebosando de bagatelas para turistas. Lo que sí nos gusta, y mucho, es un museo etnográfico sobre la vida tirolesa. Buenas maquetas de las casas, ropas, utensilios, belenes, muebles y habitaciones completas montadas dentro. Es grande y entretiene. Huyendo del gentío, descansamos en una terraza algo vacía. Conocemos a unos españoles y, al rato, llegan las mujeres cargadas de souvenirs. Viajan en un tour austríaco. Unas fuertes rachas de viento nos echan de allí. Cenamos cerca: bueno pero caro y escaso. Una tormenta con fuerte aparato eléctrico resuena durante toda la cena.

Escribiendo en la habitación, mis reflexiones me llevan a reconocer que, probablemente, hemos llegado a un punto de cierta hartura de ciudades imprescindibles del circuito europeo. Por otro lado, se nos ha roto la idílica idea que traíamos con respecto a los austríacos. En lo que llevamos de viaje nos parecen creídos, bordes y con poca personalidad, una especie de mala imitación alemana. Seguramente erramos en el juicio, y sabemos que los encuentros no son significativos ni generalizables, así que viajamos sin prejuicios por los lugares y al tratar con la gente.

Una parada cruzando el Tirol.

9-VIII Innsbruck.

Día cubierto después de haber estado lloviendo toda la noche. Equipados para las alturas, salimos caminando y nos entretenemos rebuscando material deportivo de segunda mano en una tienda de montaña y esquí. Diez minutos caminando y llegamos a una estación de tren de cremallera. Hasta la primera parada se atraviesa un bosque de altos abetos. Ya desde allí se domina todo Innsbruck, con su río. Es una ciudad bastante grande. Transbordamos a un teleférico antiguo. Durante la ascensión de lo que en invierno es una montaña esquiable, disfrutamos mirando hacia abajo al bosque, las casas de montaña y una pista forestal llena de curvas, que asciende hasta la cima y que se presenta como un prolongado, divertido e impresionante potencial descenso para bicicleta de montaña. Alcanzamos los 1905m de altura y allí ya está mucho más nublado y fresco. Un segundo teleférico nos planta en 2300m. Es más veloz. Allí la niebla es espesa. Apenas se ve a veinte metros. Tomamos un sendero de alta montaña que, atravesando una ladera de fortísimas pendientes, nos conduce cresteando por las cumbres al norte de la ciudad. Es un sendero agradable que en sus pasos más estrechos y expuestos al vacío dispone de unos rústicos pasamanos de cable. M pasa algo de vértigo mientras yo disfruto del ejercicio que hacemos al subir y bajar, calzando mis queridas botas de caminar. A ratos pasamos hacia la vertiente norte de la cordillera, donde el paisaje se intuye más agreste, escarpado y despoblado. Pero la niebla nos limita enormemente la visión. Continuamos aventurándonos por el serpenteante sendero pues presenta buena señalización de pintura roja y blanca con el número de la ruta 219. Descendemos algún collado, hacemos zigzag, atravesamos una pedrera y nos detenemos a contemplar el lado interior del macizo. Un pequeño claro instantáneo nos deja ver lo que hay debajo: un valle de roca con algunas zonas de matojos. Estamos a 40 minutos del teleférico y completamente solos. Durante el placentero regreso nos cruzamos un par de grupos reducidos y disfrutamos de otro claro que nos muestra un pequeño valle con una vertiente rocosa y la otra boscosa.

En las alturas comemos: salchichas y cerveza. Me acerco un rato a una cumbre, se abre el cielo y admiro unas bellas paredes rocosas, pedreras empinadas y limpias, y grandes pendientes que confluyen en un estrecho valle. Regreso corriendo para no perder la cabina de bajada.

De nuevo en la ciudad, donde sí hace calor. Hay mucha menos gente, podemos disfrutar del centro a gusto. Las fachadas son muy bonitas y variadas. Cenamos salchichas de puesto ambulante y una gran copa de helado. Incluso nos internamos por una céntrica avenida de la parte moderna de la ciudad. En el hotel salimos al patio a tomar un té. Se está fresco y tranquilo y hay una tertulia local en una mesa cercana. A las 10 hay obligado paso al interior. Caen unas cervezas y nos despedimos de los austríacos con un aufidersen que ellos responden con un bienasnogchses.

Barroco imperial en Innsbruck.

Innsbruck, ciudad de contrastes.

Echados al monte, sendero en las alturas.

¡Alpes!

10-VIII Innsbruck – Zúrich 301km.

Día nublado en el Tirol. Salida fácil de Innsbruck y autopista hacia el oeste. Indicaciones y mapa no coinciden, así que paramos a comprobar: sí, dirección Arlberg (estamos en la cuna del esquí alpino). La ruta es buena hasta que deja de serlo, de vistas de tremendos desfiladeros a una nubosidad que no nos deja ver las cumbres. Hay casas de arquitectura popular. Algunos horteras con matrículas personalizadas nos adelantan. Pasamos a carril único, se suceden oscuros túneles y salimos de la autopista a un precioso desfiladero lleno de cabañas y algún remonte. Allí repostamos. Aumenta el número de motos… y de saludos. Volvemos a la autopista y vemos muchos ciclistas rodando por la carretera que nos cruza varias veces por debajo. Peaje en el túnel de Arlberg. ¡1500pts por 14km de carril único! Es muy oscuro y tiene semáforo al final. Después hay varias retenciones que solventamos por el arcén. Un conductor nos pita. El simple conocimiento de su sufrimiento por envidia nos satisface, y le ignoramos.

Para llegar a la frontea entre Austria y Liechtenstein se suceden varios kilómetros de autopista desordenada por obras, otro repostaje y una interminable población que superamos adelantando despacito por la orilla. La frontera coincide con la de Suiza. Un aduanero desvía a los vehículos de matrículas extranjeras. Nadie nos para, unos franceses van al estanco y nosotros seguimos. Posteriormente me entero de que deberíamos haber comprado un permiso de circulación de autopistas. Una especie de peaje global anual, sin el cual te pueden multar. Lo compraremos otro día en una gasolinera. Atravesar Liechtenstein es como hacerlo por un pueblo grande hundido entre montañas y lleno de cruces y viajeros rodados en todas direcciones. Se supera cruzando un río que deja en la autopista que va hacia Zúrich en dos direcciones. Tomamos la sur. Es una buena y divertida carretera de túneles más iluminados, curvas rápidas que exigen unos grados de inclinación de la 500, y montañas elevadas salpicadas de árboles y casas alpinas. Las rodeamos o atravesamos. Salimos de una encontrando un gran lago con veleros. Los coches circulan a 110km/h porque el límite, en verano, es de 100 a causa de la polución. Nosotros optamos por 120 y adelantando. Más tierra y otro lago. Con el trasero castigado, paramos a comer y orientarnos.

Enseguida llegamos a Zúrich. En una plaza nos orientamos, cambiamos dinero, etc. Hay un modelo de moto que me gusta y no conozco. Un pesado me da la lata con respecto a la nuestra. Nuestros amigos no están localizables, así que hacemos tiempo. La primera impresión de la ciudad es buena. Bonita, aparentemente completa, variada y viva, con un gran lago que garantiza actividad náutica y acuática en el centro de Europa. Un amable encargado de turismo nos corrige una letra de la dirección y nos indica en el plano. Acertamos a llegar. Es una calle tranquila y cercana al centro, de buenas casas de cuatro alturas. Encontramos el buzón de nuestros anfitriones. Nos sentamos a esperarlos.

A media tarde aparecen S y P, simpáticos y sonrientes. Su casa es estupenda. Antigua reformada con suelo de madera, ancho pasillo, enormes habitaciones, todas exteriores, con muchas ventanas y preciosos muebles antiguos. Hablamos muy rápido mezclando temas y nos instalamos. Hacemos una colada y coincide la visita de unos familiares de P con niños con los que jugamos.

Finalizada la visita, los cuatro salimos a cenar en coche. Nos llevan a una colina a las afueras. Una granja suiza típica donde comemos un plato de carne también típico de allí, que S elige por nosotros. Por la noche paseamos por el centro. Está lleno de gente, vemos el ambiente, tomamos un helado y regresamos a casa en tranvía.

Llegada y espera en Zúrich.
 

11-14-VIII Zúrich.

Estaremos en casa de S y P varios días durante los cuales descansaremos de moto. Nuestros anfitriones nos llevan en un BMW 535 a Lucerna. Vamos a una casa de madera típica cargada de flores. El jardín está perfecto. Su césped parece una alfombra en la que da gusto caminar descalzo. Linda con el enorme y limpio lago. También acude a la cita la familia que estuvo de visita ayer. La casa es pequeña pero encantadora y muy antigua. Toda de madera vieja, incluso las tejas. Tiene forma de torrecilla de estancias pequeñas, con salita y una terraza cubierta en el segundo piso. Adosado a la torre hay un alargado alero de dos aguas en el que penetra un canal de agua y del que cuelga un barquito. Es como un garaje para barco. Entre la casa y el lago hay una amplia plataforma de tarima perfectamente orientada y pilotada sobre el agua. Sirve de solárium y en ella colocamos colchonetas y una escalera colgada por la que acceder a bañarnos.

Pasamos la mañana entre baños, jugando a las palas y otros juegos, mientras B prepara una barbacoa. Altas y pendientes montañas rodean el lago, pero la humedad del ambiente nos impide ver el monte Pilatus. Comemos en la terraza de arriba. Vino, carne, ensalada y tarta. Después descanso al sol, más juegos y baños.

Por la tarde, de nuevo los cuatro, visitamos en centro de Lucerna. Impresiona gratamente su puente medieval cubierto construido en madera. La ciudad resulta primorosa con sus fachadas pintarrajeadas artísticamente, como sus ventanas, y todo cargado de flores. Paseamos y tomamos un helado. Luego en casa, un poco de champán y cena hogareña con un rioja de su bodega.

Segunda jornada. Hoy P trabaja, así que somos tres. Entre los asuntillos matinales ha estado la compra del bono de autopista. Por la tarde vamos a Appenzzeller en coche. Es un semicantón de colinas con población totalmente rural que viste cinturón de cuero ancho, chaleco y pendiente de vaca en la oreja izquierda. Allí sólo votan los hombres, que lo hacen a mano alzada. Ellas, por lo visto, no quieren. El queso del mismo nombre es su producto estrella. Hoy conduzco yo disfrutando del cochazo, pero no de la velocidad ante la severidad normativa reinante. Las casas son bonitas. Se ven muchas vacas y visitamos una fábrica de queso. Hace mucho calor. Recorremos la ciudad (Appenzzeller). Es tan pequeña que parece un pueblo entre colinas. Tiene tiendas para turistas, pero poca gente. Compramos salchichón típico y nos hacemos un bocadillo con helado de postre. De allí, en coche hasta St. Gallen, ciudad universitaria. Su centro tiene balcones muy barrocos, aunque más aún resulta el interior de una iglesia decorada de modo sobrecargado. Me compro una multiusos Victorinox que graban allí mismo con mi apodo. Tomamos algo en una terraza y regresamos por autopista. De nuevo cena casera de salchichas de ternera con verduras y un vino suizo. Amistades internacionales de nuestros anfitriones llegan a tomar unas copas en la terraza. Es gente de alto nivel económico y con algunas curiosidades vitales a cuestas.

Antes de acostarme anoto algunas impresiones observadas o escuchadas esos días en Suiza y que difieren algo de los idealizados prejuicios con los que llegué: alguno escaquea obligaciones cívicas y se lleva detalles de lugares como recuerdo; en Zúrich la gente sale a tope por los sábados por la noche; las niñas bien se casan y no trabajan; los niños bien son colocados por papá; visten como nosotros; hay macarrillas por la calle y muchos colgados en las aceras de Zúrich; el gobierno dispone metadona gratis para evitar delincuencia; les encantan los relojes; su límite de ruido exterior urbano es extremadamente sensible.

La tercera jornada consiste en una excursión única que jamás olvidaré. Es un paquete contratado que nos ha recomendado S, pero vamos nosotros dos solos. Madrugamos mucho y llevamos bocadillos preparados en una pequeña mochila. Caminamos hasta el centro a tomar un autobús. Hace un día espectacular. Una guía explica todo en claro inglés y en español. Vemos dos lagos y multitud de casas de pueblo preciosas por el centro geográfico de Suiza y por un puerto de montaña prealpino. Visitamos un taller artesanal de tallas de madera, donde los aprendices se forman durante tres años. Hay trabajos técnicamente impresionantes, aunque son pocos los que casan con nuestros gustos estéticos. El pueblo está a orillas del lago Brienzersee. Nuestro grupo incluye hindúes obesos y algo cargantes, sudafricanos, una taiwanesa, españoles, etc. Al pasar por el siguiente pueblo (Oberried) vemos hermosas casas de 200 y 300 años de antigüedad, con escamas de madera en sus paredes. Tenemos parada libre en Interlaken, desde donde la vista del macizo es impresionante, con sus cuatro cuatromiles y sus tres tresmiles tan próximos.

A continuación, el autocar nos sube por un valle boscoso, cruzando de vez en cuando un río que baja muy fuerte con el agua gris y blanca. Nos dejan el Lauterbrunnen. Es bonito. Hay una estación de trenes que llegan de más abajo y ascienden en todas direcciones desde allí. Uno es muy pendiente, y hay teleféricos a Mürren y otros lugares. Tomamos un cremallera que asciende por pendientes importantes y rueda sorprendentemente rápido. Hay parada en Wengen, donde únicamente se puede llegar en tren, todo terreno o BTT. Es un pueblo pequeño y encantador, con coquetos hoteles de madera, teleférico y otros remontes de esquí. El tren prosigue su marcha y vamos disfrutando de vistas del Jungfrau (4191m), Mönch y el legendario Eiger, cuya cara rocosa y escarpada es realmente impresionante. Todos muestran bastante nieve y, sobre todo, gigantescos bloques de hielo, además de dos o tres lenguas abruptas y agrietadas de glaciar. En Lauberhorn, la eficaz guía nos garantiza un rápido y cómodo cambio de tren, además de asientos. Es el Jungfraujoch, que asciende hasta más arriba de los 4000m a través de la ladera y, después, por un túnel de 7km que atraviesa el Eiger, Mönch y Jungfrau hasta parar a decenas de metros de la cumbre. Al ascender empieza a notarse algo de frío. Dos ventanas en la roca, en sendas paradas intermedias, dan acceso a unas vistas impresionantes de bloques de hielo, grietas y seracs. Arriba hay un centro turístico de hormigón y cristal con cafetería, restaurante y tienda. Visitamos las galerías de hielo azul y blanco.

En el exterior, las gafas de sol son imprescindibles, la luz es inimaginable a 4000m y rodeados de nieve y hielo. La extensísima lengua glaciar muestra las típicas franjas oscuras de los de las fotos de libros de texto. Este mide 25km de largo y tiene bloques tremendos a ambos lados y en la parte superior, así como temibles grietas. Estamos ante un espectáculo de alta montaña difícil de igualar, la Suiza que buscábamos. Algunos montañeros se adentran, encordados, en lo salvaje, hay otros acampados. Comemos los bocadillos y descendemos en el tren hasta Lauberhorn. Parece un collado de paso de pistas de esquí y remontes. Otro tren nos baja, por la vertiente opuesta, hasta Grindelwald. Desde allí, la vista del Eiger es completamente rocosa, su verticalidad imposibilita cualquier acumulación de nieve. A partir de los 1800m vuelve a haber abetos. Alcanzamos otro nudo ferroviario de cremalleras que distribuyen por allí a la gente conformando un sistema eficaz, ágil, bien organizado y sostenible. Además, en los trenes hay furgones para mochilas o bicicletas, y en los compartimentos barras para apoyar esquís.

De nuevo en autobús, descendemos otro valle con salvaje río y alcanzamos Interlaken, desde donde regresamos directos a Zúrich. Durante el trayecto vemos dos fortalezas, globos aerostáticos, parapentes, la fábrica de la familia de P y drogatas en la plaza. En casa nos reunimos con S y P, nos arreglamos y salimos a cenar a un restaurante español con excelente comida internacional e impertinente servicio.

Otro día más en Zúrich. Lo iniciamos enviando un nuevo paquete con cosas por correo (las compras se vuelven a acumular). Escribimos postales y hacemos algunos otros recados antes de comer pronto. De nuevo hace calor. Vamos en bicicleta al lago a bañarnos. El recorrido es  entretenido y una vez allí, aunque el lago es gratis, hay una zona de servicios de pago. Es económica y merece la pena por su limpieza, vestuarios, duchas, etc. Nadamos hasta una plataforma situada dentro del lago. El panorama es variopinto. Sobre la hierba hay de todo, mientras que una terraza la domina claramente gente homosexual y otra está invadida de veteranas en topless. Entre la gente local, abundan los marconis con braga náutica. De allí nos vamos con las bicicletas al centro, sorteando peatones, harekrishnas y otras bicicletas. Aparcamos y, caminando, pateamos el Zúrich más antiguo, su plaza y callejones. De vuelta, toca sesión de taller. Engrasar la cadena de la moto y poner a punto la bicicleta de P que he usado, que funciona bastante mal. Reajustar manetas, tensar frenos y ajustar bien el desviador del plato. La última cena en casa tiene menú y vajilla de homenaje y despedida. Una llamada a España nos pone muy nostálgicos. Son todas noticias excelentes.

M bañándose el el lago junto a la casita.

Las tres chicas toman el sol sobre la tarima de la casa.

Laboriosa red de cercanías de cremallera por las laderas de los Alpes Suizos.

El par de tickets to ride sobreviven en el diario de viaje.

Camino del Jungfrau.

La temible cara norte del Eiger perfectamente identoficable desde las vías.

Primeras pistas de los glaciares.

Espectacular glaciar del Jungfrau.

15-VIII Zúrich – Chamonix 300km.

La falta de costumbre nos ha entorpecido un poco el montaje del equipaje. Nos despedimos de S (P hace tiempo que se fue a trabajar) y partimos. Hace bueno y rodamos unos 100km antes de la primera parada. Paisaje de colinas verdes y suaves, nada especial. Otros ciento y pico hasta el primer repostaje. El lago Leman sí que impresiona más. Es inmenso y se presenta rodeado de grandes montañas. Al llegar a él, uno se siente de nuevo en los Alpes. Se acaba la autopista. A partir de Mantingny comienza el espectáculo, curvas de 180º nos elevan por una ladera hasta obtener una vista aérea de la villa. Nos cruzamos muchas motos y coches españoles. El ascenso continúa. En lo más alto, el panorama es magnífico, aparecen las primeras cumbres blancas. Paramos a comer en una terraza, pero no nos atienden. Bajamos el puerto despacio y culebreamos por un desfiladero y alcanzamos la aduana. Por fin picamos embutidos variados en una terraza y cambiamos dinero una vez más: los francos suizos sobrantes, a franceses. Rebasada la línea, toca volver a ascender. En el siguiente puerto contemplamos agujas, glaciares y picos rocosos. Hay mucha gente, caravanas, montañeros y cursillos de escalada. Bajamos ligeros y entramos en el valle de Chamonix. El pueblo es grande, una ciudad, pero con sabor y atmósfera de montaña, tiendas, restaurantes, hoteles de aspecto alpino y gente por la calle vestida de montañera. Completamente diferente al turismo visto en Innsbruck. En la oficina de turismo únicamente nos ofrecen dos opciones: o muy barata, o muy cara, pues es puente y está todo abarrotado. Optamos por la económica. Está algo lejos, en Les Houches. Vamos titubeando bajo el calor, pero no nos confundimos. Resulta estar muy alto, ascendiendo por una carreterilla que serpentea bajo un telecabina. Es una auténtica, espartana y bonita cabaña alpina, pero no un hotel, sino un refugio con habitación de seis personas con camas corridas y equipaje en el portalón. Nos choca por la falta de costumbre, pero es casi lo propio allí. Nos lo tomamos con humor y hasta lo disfrutamos. Vemos el pueblo y, con la moto, remontamos la carretera hasta su final. Gran vista, estamos en plena ladera del Mont Blanc. Dormiremos en su falda. Podemos ver sus lenguas gigantes de bloques y quebrados mares de hielo, resbalando hasta el borde de Chamonix.

La cena es a las siete. El comedor está completamente forrado de tablones de madera. El dueño no tiene falanges, únicamente metatarsos, pero se maneja muy bien. Es fibroso y atlético, lo cual nos hace pensar en alguna congelación de alta montaña. Compartimos charla con una pareja italiana. La sobremesa con una excéntrica francesa declarada enamorada de España y Andalucía. Varios idiomas han sonado durante la cena. Fuera, los picos brillan con su esplendor blanco contra el limpio cielo azul. Algunas agujas se pelean con los jirones de viejas nubes, y el atardecer aporta una cálida luz al conjunto.

Cogemos la moto y nos plantamos con aire muy fresco en Chamonix. La calle central está iluminada y llena de gente. Unos van arreglados, otros machacados tras una dura jornada de montaña. Todos tostados por el sol de las alturas. Tomamos algo en un café y decidimos finalizar el viaje. No emplearemos otro día en Chamonix con tanta gente. Regresaremos en dos etapas.

La Suzuki descansa en el paso desde Suiza hacia Chamonix.

Nuevo encuentro con glaciares alpinos.

Nuestro modesto alojamiento cerca de Chamonix.

Atardecer en las faldas del Mont Blanc.

16-VIII Chamonix – Carcassonne 653km.

Madrugamos, desayuno básico y carretera, con el sol, recién salido de la zona de los picos, persiguiéndonos mientras la moto se inclina para trazar las rápidas curvas de la ruta en dirección a Ginebra. El valle se estrecha más adelante, lo que hace que las curvas vayan siendo cada vez más cerradas.

Varios kilómetros más tarde tomamos la autopista. Hace algo de frío. Repostamos. Largos minutos de autopista y desvío a otra hacia el sur. Más tiempo y nuevos desvíos entre Lyon, Grenoble y Valence. Otro descanso, conviene hacerlos en una jornada que promete tedio. Calor y, por la zona de Valence, carretera. Rodeamos la localidad con semáforos y rotondas. Algo más adelante empiezan largas horas de autopista de tres carriles, calor, descansos, repostajes y algo de comer. Hay tramos en los que quizás alcanzamos los 40º, con un aire abrasador que procede, igualmente, del sol y del asfalto. Rodamos a 140km/h y hay tráfico en ambas direcciones, motos, coches y caravanas. En algún área de servicio nos duchamos, vestidos, en pulverizadores de agua que hay al aire libre. La ropa se seca a los pocos minutos. Rodamos en camiseta y, aun así, el calor nos abraza. Pasamos por Montpellier. Vamos acometiendo tramos de 80km entre parada y parada.

A las cuatro de la tarde, desde la autopista, reservamos habitación dentro de la Cité medieval de Carcassonne. No podemos meter la moto dentro de las murallas hasta las seis. Cuesta hacerlo entre la maraña de turistas que evoluciona por las callejuelas plagadas de tiendas de recuerdos y de restaurantes. Dejamos las maletas y llevo la moto a un aparcamiento muy cercano. La ciudad medieval es fascinante y, afortunadamente, está separa da la urbe contemporánea. El hotel es precioso por fuera, como todo aquí, y maravilloso por dentro. Pasillos tapizados y decorados en granate, amarillos, blanco y dorados. Hay una escalera de piedra de caracol. La habitación tiene la cama elevada y antigua, y un buen baño. Tras descanso e higiene, pasamos el resto de la tarde paseando por el comercio y por la muralla. El atardecer es espectacular, con luz dorada mediterránea. Reservamos mesa en un bonito, antiguo y agradable restaurante que conozco de algún viaje anterior regresando de esquiar en los Alpes. Dos buenos platos, postre y vino. Todo está muy rico y unos gitanos franceses tocan bien al lado nuestro. Flamenco light al estilo de los Gipsy Kings.

En el hotel, tras una velada ideal, decidimos no pasar por Andorra y viajar directos al día siguiente hasta casa. Daremos una sorpresa a las familias. Tenemos ganas de disfrutar de algunos días de vacaciones allí y de la nueva casa, y estamos suficientemente satisfechos del viaje. Será una larga tirada, pero queremos llegar.

M en las almenas de Carcassonne.

Última velada de un viaje inolvidable.

18-VIII Somo 635km.

Soberbio desayuno de croissants con mantequilla. Recojo la moto y callejeo esquivando ya a algunos transeúntes. Cargamos todo y nos ponemos en marcha. El calor nos respeta esta jornada. Las ganas de llegar nos llevan a 150km/h. Repostaje, peajes y alcanzamos Toulouse. De allí a Tarbes. Casi todo el viaje es autovía, y superamos un atasco en St. Gaudens. Paradas para dosificar una etapa que se nos hace más llevadera que la de la víspera. Bayona, queda poco. Cruzamos la frontera, y la sinuosa autopista de San Sebastián me resulta entretenida. Pasado Bilbao es carretera, con algunos tramos divertidos para la moto. La exprimo más que en todo el viaje, subiendo de vueltas en reducciones y adelantamientos. Responde perfectamente.

De pronto nos detenemos porque se acaba de producir un accidente en una curva. M va a atender a los múltiples heridos. Un médico, que carga con variado material, dirige las operaciones de M, un socorrista y otras personas. Comienza a formarse el atasco. Un coche se lleva a una abuela y un niño sangrando. Una ambulancia a una chica. Otra, que tarda mucho, al abuelo y, por fin, una UVI móvil a por el hombre que está en peores condiciones. Antes que los sanitarios, ya había llegado la policía. Dejamos el lugar y ya hay kilómetros de atasco en ambos sentidos.

Al aparcar en Santander coincidimos con dos amigos moteros que no saben de nuestro viaje. Alucinan. Paramos en mi casa a saludar, contar y recoger unas bolsas y un coche. Después en la de M para cenar y contar. Finalmente, tarde, vamos a nuestra casa, con el coche y con la moto.

Esta narración procede de un diario de viaje que contiene texto, dibujos, postales, posavasos y otros recuerdos, además de los rutómetros originales de todo el viaje.

JOHN IRVING FUE MOTERO

Recientemente tuve ocasión de viajar a y por Nueva Inglaterra. Una semana en Boston y otra conduciendo (en coche) y visitando parques natura...