lunes, 11 de agosto de 2025

"Las Merindades" (5ª Vespada)

Nuestra quinta Vespada resultó estupenda. En muchos aspectos, la mejor hasta la fecha. Que volviera a ser, prácticamente, en pareja, no le quitó un ápice de interés, diversión, entretenimiento ni disfrute. La elección del destino estuvo motivada como guiño a un par de potenciales participantes que, por unas razones u otras, no comparecieron. El diseño del poster también pretendía ejercer de motivación para otra piloto habitual a la que íbamos viendo mansear y que, efectivamente, tampoco vino. A mi amigo italiano y a su Vespa del 65, al final se les torcieron las cosas y no pudieron acudir, pese a la ilusión que les hace poder hacerlo algún año. En esta ocasión, incluso cursé detalladas invitaciones con tiempo suficiente a varios amigos y conocidos poseedores de scooters. Algunas no recibieron respuesta. La mayoría sí: cordialmente agradecida, pero rechazada por una gran diversidad de causas declaradas. Estar de viaje, no tener la moto suficientemente preparada, no querer acudir desparejado/a, miedo a las averías, no verse en un plan así, etc. ¡Qué le vamos a hacer! La intención no era egoísta porque, como se verá, más compañía no es necesaria. Por el contrario, invitamos desde la generosidad, creyendo firmemente que el plan es bueno, diferente, singular y muy prometedor. Así que, seguiremos insistiendo…

1ª Etapa.

El primer día sí que tuvimos un ilusionado acompañante que rodó con nosotros hasta bastante lejos durante la mitad de la primera etapa (él tuvo que conducir de regreso todo lo completado hasta allí, así que se metió un buen etapón entre pecho y espalda). Salimos los tres desde Galizano bajo el sol de un día claro y radiante, como resultaron los tres que ocuparon esta Vespada. Soleado, pero, afortunadamente, bien fresquito hasta el mediodía. Rodamos tranquilos seleccionando carreterillas sin tránsito. De esas escondidas que tanto utilizo en mis salidas ciclistas. Entre colinas, recovecos, prados, cuadras, casas de pueblo y sombras de arbolado. Y así, poco a poco, alcanzamos La Cavada y, enseguida, Liérganes.

Momento de la salida. (Imagen: F. Perojo).

Se sucedían curvas y sombras mientras la ruta, poco a poco y a tramos, iba ganando altitud río Miera arriba. En San Roque de Río Miera nos detuvimos para tomar un café y entablar nuestra segunda conversación. Se palpaba la ilusión en todos nosotros. La ilusión, la alegría por el precioso día y la emoción que supone afrontar el reto del ascenso del puerto de Lunada.

Los tres viajeros en San Roque de Río Miera. (Imagen propia).

Lo subimos de un tirón. Enlazando incontables curvas en sus faldas iniciales y acometiendo con alegre ímpetu las grandes zetas que recorren la ladera de las antiguas morrenas glaciares que se escalonan en su vertiente norte. Todas ellas, siglos después, tapizadas de un verde casi único. Compartíamos ruta con esforzados ciclistas para los que este puerto ya es talismán, y que van leyendo las pintadas que rezan Primoz y los nombres de otros campeones sobre el asfalto.

Aspecto del puerto iniciada la ascensión. (Imagen propia).

Espectacular vista de la ruta, quedando aún algunos kilómetros para coronar. (Imagen propia).

Myriam en pleno ascenso. (Imagen propia).

Negociando la curva más espectacular del puerto. (Imagen propia).

Federico por esa carretera que tan románticos recuerdos le trae. (Imagen propia).

En lo alto del collado, las tres motos y mis dos acompañantes. (Imagen propia).

En la cumbre, paradita breve y fotos de rigor antes de acometer el descenso por la vertiente burgalesa: más calurosa, todavía verde y sin desprenderse de ese ambiente pasiego que la acompaña hasta, por lo menos, Espinosa de los Monteros. Allí tomamos rumbo oeste, paralelos al ferrocarril de La Robla, internándonos por la suavidad casi llana de la Merindad de Sotoscueva, en busca de nuestro primer objetivo de visita: la cueva y ermita de San Bernabé, en Ojoguareña. El enclave es sorprendente por la combinación de naturaleza vegetal y geológica, con un intrusismo humano datado de algunos siglos atrás en forma de templo. Dotados de cascos de espeleología, la visita guiada comienza por la cueva. Sin presentar apenas concreciones llamativas o espectaculares, sí que sirve para ofrecer una explicación bien clara de cómo y por qué se forman las cuevas, así de cómo es su evolución como sistema dinámico a muy largo plazo. En su tramo final, unos silos prehistóricos mostraban con sorprendente elocuencia física y conceptual el ingenio de nuestros antepasados habitando el norte de la Península. En todo caso, el verdadero impacto visual de la visita lo ofrece la capilla, excavada dentro de la roca, integrada totalmente con la cueva y decorada toda ella con frescos medievales que muestran los martirios a los que fue sometido San Tirso, a quién originalmente estuvo dedicado el templo. La visita fue amena. Incluye un video inicial y, para nosotros, supuso un refrescante descanso, ya que la temperatura interior es muy inferior a la exterior, de modo que hicimos bien en abrigarnos con las cazadoras.

Aspecto del enclave de Ojogüareña. (Imagen propia).

Sentados a la sombra del acantilado. (Imagen: F. Perojo).

Listos para acceder a la cueva. (Imagen: M. Sánchez).

Vista parcial de las pinturas del techo de la capilla. (Imagen propia).

Disfrutando de la visita "espeleo-religiosa". (Imagen: F. Perojo).

Ya fuera de allí, en una gasolinera cercana, nos despedimos de Federico y de su máquina coreana, agradeciéndole sinceramente que nos hubiera acompañado, confiando en que lo hubiera disfrutado y esperando que se sume a las próximas ediciones y, a ser posible, durante más etapas.

Nuestro compañero Federico con su eficaz coreana y de fondo... un serbal de los cazadores. (Imagen propia).

Nosotros continuamos rumbo oeste por una carretera tranquila, agradable y fácil, hasta que dimos con un bar de pueblo en el que nos dieron bien de comer, menú del día, por 12€ cada uno y sin haber tenido que reservar. Es lo que tiene viajar, como decía mi admirado JL Algarra, por España a lo ancho. Al poco rato, al llegar a Santelices, tomamos rumbo sureste introduciéndonos en un espectacular cañón natural, por una estrecha y revirada carretera de perfecto asfalto e inexistente tráfico. Un tramo maravilloso digno de excursión rodada. En mitad del mismo, la parada en Puentedey es obligada. Parte del pueblo, que es bonito y sugerente, se levanta sobre un gigantesco puente natural de roca que el río se ha encargado de horadar a su paso por debajo. El túnel natural ofrece una sombra generosa en verano, posibilidades de baño y hasta un refrescante efecto Venturi que el aire se encarga por sí solo de mantener ligeramente activo para satisfacción de los visitantes.

Posando en el enclave. (Imagen propia).

La estampa clásica de Puentedey. (Imagen propia).

La segunda parte del tramo sigue tan deslumbrante y entretenida como la primera. Los farallones rocosos encajonan el río y dominan con altiva presencia el paso de los modestos motores monocilíndricos que petardean con alegría y sin descanso, siguiendo el sinuoso trazado. Y así, francamente divertidos, alcanzamos Villarcayo, habiendo dado cuenta de, al menos otras dos Merindades: la de Valdeporres y la del propio Villarcayo (Merindad de Castilla la Vieja). Atravesando la villa, tomamos rumbo sur y, a pocos kilómetros, oeste, por otra carretera perdida y estrecha que discurre junto al río Ebro. Allí, asomándose a un salto de agua, encaramado a la ladera de la ribera izquierda, se mantiene erguido el imponente monasterio de Santa María de Rioseco. O lo que queda de él, que es mucho y sorprendente. Es un complejo grande y elegante que se conserva parcialmente combinando ruinas con edificios enteros, así como estilos arquitectónicos con presencia gótica y complementos posteriores. Disfruta de una gran nave central y algunas dependencias cubiertas, y ya afianzadas mediante la conveniente restauración. A la espadaña del templo se puede subir por escaleras. Primero originales de caracol y después modernas y exteriores de refuerzo. Arriba la vista es magnífica. Del entorno y, muy especialmente, de todo el claustro, cuyas ruinas mantienen en pie un vistoso entramado de estructuras de piedra. Un paraje de película. El claustro se puede pasear y explorar más adelante. Lo mismo que otros patios y un recoleto jardín renacentista al que las lavandas invitan a visitar, y que se mantiene bien cuidado. Esta visita se la debo a Ana Maruri quien, hace años, sabedora de mi gusto por los parajes en los que la naturaleza pugna por invadir o cohabitar con las ruinas del pasado lejano, me lo recomendó con insistencia. Tardé mucho en cumplir con la visita, pero el destino estaba ahí, bien apuntado en mi recuerdo, y la Vespa me brindó la oportunidad.

Vista parcial del lugar desde la espadaña. (Imagen propia).

Santa María de Rioseco. (Imagen propia).

Esquina del claustro. (Imagen propia).

Detalle con lavandas. (Imagen propia).

El jardín renacentista. (Imagen propia).

De regreso a Villarcayo nos instalamos en un hotel fresco, cómodo y con piscina. Aseo, baño y cambio de atuendo para visitar a una pareja que pasa allí sus vacaciones y nos había invitado a cenar. Al acercarnos, cruzamos el parque del Soto, y el río, aunque ya atardecía, mostraba efervescencia humana a remojo. Ambiente festivo, veraniego, juvenil y popular. La cena fue en el jardín, la conversación de lo más agradable y las carrilleras insuperables. Al volver al hotel, excelente noticia ¡hacía hasta algo de frío!

2ª Etapa.

Sin prisa alguna, desayunamos de bufé antes de despedirnos del hotel. Pese al sol, el frescor de la mañana exigía, afortunadamente, la cazadora puesta. Tomamos rumbo sur hasta más allá del desvío de la tarde anterior. Eso nos permitió enhebrar otro cañón grandioso y circular pegados al Ebro, ahora sí, en el sentido del curso de sus aguas. Laderas tapizadas de bosque y farallones verticales de roca desnuda más arriba. Algún puente y, creo recordar, incluso puede que algún túnel.

En Valdenoceda nos desviamos hacia el sureste, penetrando en la Merindad de Valdivielso. Un poco más adelante, la carretera plantea la opción de continuar, o tomar una alternativa que, paralela a la anterior, transcurre por su norte y es más recóndita, secundaria y mucho menos transitada. Fue la que tomamos. Buen asfalto, sin líneas pintadas y apenas algún ciclista solitario por compañía eventual. Es la que pasa por Quecedo, y nos regaló otro tramo realmente fascinante. Un viaje en el tiempo a una España de mitad del siglo XX, de paisajes limpios, pueblos acogedores, tráfico casi inexiste y en la que, atravesarla en Vespa podía hacer sentirse al piloto todo un privilegiado, y el amo de la carretera. Ese tramo culmina con un repentino descenso sinuoso e inclinado que, atravesando un pinar de ladera, alcanza al Ebro en un embalse, para reunirse con la otra alternativa en Cereceda. Un poco más adelante, nos topamos con la carretera que procede de Oña y que nosotros tomamos hacia el noreste, en dirección a Trespaderne, rodeando la Merindad de Cuesta-Urria, aunque sin llegar a pisarla.

"España a lo ancho". (Imagen propia).

Myriam en ruta. (Imagen propia).

Cruzando el Ebro. (Imagen propia).

Encantados. (Imagen propia).

Fascinante carretera. (Imagen propia).

El tramo hasta Trespaderne es rápido para los coches y, por lo tanto, menos entretenido para nuestras monturas. Había poco tráfico y, por lo general, del tipo lento-turístico. Cruzamos la localidad sin detenernos y, mediante rectas de aspecto más castellano, continuamos hasta Pedrosa de Tobalina. A aquellas alturas el día se había tornado caluroso, así que nos detuvimos para visitar el magnífico enclave de su cascada y, una vez contemplado, no pudimos evitar instalarnos en él a la sombra de un árbol. Había gente en plan de playa fluvial. Una cascada de gran altura se precipita, superando un borde totalmente tapizado por vegetación, sobre una amplia poza de color verde esmeralda. Aquello parece casi un cenote en medio de Castilla. Me di un baño maravilloso. De esos que recuerdas toda la vida por la singularidad del lugar. Nadar, bucear, acercarme hasta la potente ducha natural de la cascada. Todo menos tirarme desde el borde superior, tal y como hacía la chavalería local, alardeando de su vitalidad juvenil, para entretenimiento de la ociosa concurrencia.

Cascada de Tobalina. (Imagen propia).


 

De nuevo en ruta, continuamos rumbo norte por paisajes abiertos, campos amarillos y horizontes más suavizados, demarcados por el perfil de crestas rocosas menos abruptas. Una reorientación hacia el nordeste nos permitió alcanzar San Pantaleón de Losa. Estábamos pues, ya, en la Merindad de Losa. El pueblo está rodeado de amarillentos campos de labor y, sobre él, emerge desde la tierra un peñón con forma de descomunal proa de gigantesco barco. Justo en su base está la iglesia del pueblo, de la que parte un camino, empinado, que asciende hacia la parte trasera del peñón. Allí atrás, el material rocoso desaparece enterrado bajo tierra, lo que permite, dando la vuelta, seguir ascendiendo por el lecho de la cubierta del imaginario buque. Y algo más arriba, cerca de su supuesta proa, se levanta una hermosa ermita dedicada a San Pantaleón.

En ella disfrutamos de una amena visita guiada. Mucho aprendimos sobre los detalles del templo, así como sobre el propio San Pantaleón. El santo, del que es famosa una reliquia con forma de ampolla de sangre, que con el tiempo ha sido dividida en dos (una se conserva en Madrid y la otra en Nápoles), médico él, en tiempos de los romanos, es también el de nuestro pueblo. También nosotros celebramos su onomástica en un lugar elevado, en ese caso sobre el mar, en la que es mi fiesta favorita del pueblo. Así pues, nos hizo ilusión visitar este otro enclave dedicado al mismo personaje. Allí, al norte de Burgos, la capilla está repleta de detalles tallados en piedra. Dentro y fuera del edificio, el cual, pese a sus pequeñas dimensiones, tiene mucho que ofrecer. Tanto de tardo-románico muy singular, como de posteriores pinceladas góticas modestas. Fuera de la ermita, remontando hasta la cúspide de la peña, un precipicio muestra el pueblo a nuestros pies, y la panorámica del entorno agrícola es hermosa.

Vista trasera de la ermita de S. Pantaleón de Losa. (Imagen propia).

Panorámica desde la peña. (Imagen propia).

Singular pórtico de entrada al templo. (Imagen propia).

La peña vista desde la carretera. (Imagen propia).

Pocos kilómetros más adelante surge un cruce de caminos cerca de una gasolinera. Tomamos el de la izquierda (noroeste) y, muy pronto, llegamos a nuestro destino: Quincoces de Yuso, con nombre de futbolista de época (defensa para más señas y, en su tiempo, pareja ideal de un tal Ciriaco). El pueblo se acomoda a lo largo de una recta de la carretera. Había varios bares, pero únicamente daban de comer en uno, que estaba repleto. Era viernes de agosto, así que nos tocó esperar, y entre poco se pudo ya elegir del menú del día. Después nos instalamos en el hotel. Modesto, pero fresco y confortable. Descansamos del calor hasta la hora de la fresca, que allí se da de forma más que notable. Tal es así que acaba uno poniéndose alguna prenda extra. En el centro del pueblo, junto a la carretera, había animación de jóvenes y niños jugando a una versión de bolos que nos resultó totalmente desconocida. El Tres Tablones. Las bolas son similares a las del pasabolo tablón, de esas que disponen de huecos de agarre para la mano. Los bolos, muy finos, también se parecen, así como la existencia de unos tablones longitudinales (en aquel caso chapas de hierro) sobre las que se plantan filas de bolos. Aunque en nuestro pasabolo únicamente hay una fila, en Quincoces son tres, paralelas y con tres bolos cada una, lo cual hace que haya nueve bolos plantados (en eso hay cierta semejanza con nuestro bolo palma). Otra semejanza es que allí también se birle, esto es, que haya tiradas de vuelta. E incluso la existencia de pequeños polos posteriores cuyo derribo cuenta más. En fin, que allí pasamos un rato descubriendo entresijos de la modalidad, hasta que llegó la hora de la cena.

Cogimos mesa en un ruidoso y animado bar, absolutamente colonizado por detalles decorativos del Athletic Club de Bilbao (la cercanía vasca se deja notar mucho por aquellos lares). Sabrosas hamburguesas de magnífico y pan, tinto de rioja y unos quesos muy ricos. Mucha gente yendo y viniendo, y conversaciones a nivel de megafonía gutural natural, sin necesidad de dispositivos. Como cualquier tasca que se precie del mismo Bilbao.

"Puente romano" de Quincoces de Yuso. (Imagen propia).

Joven "birlando" en Tres Tablones. (Imagen propia).

Aspecto de la disposición de la bolera. (Imagen propia).

3ª Etapa.

El desayuno fue más convencional aquella mañana. El día, de nuevo, totalmente soleado pero fresco a primeras horas. De vuelta al anteriormente mencionado cruce de caminos, tomamos dirección nordeste hacia Arceniega. Pocos metros después del cruce tuvimos la suerte de poder ver una nutrida yeguada de caballos losinos, raza autóctona que tratan de conservar y cuya capa predominante es la negra. El tramo que por allí se inicia es de una belleza rutera muy recomendable, pues la carretera se interna en un paraje rodeado de peñas cada vez más altas y verticales, combinando lechos más bajos de bosque, con rocas descarnadas en las elevaciones. La ruta asciende de forma moderada y progresiva, ofreciendo curvas para la diversión de conducción, hasta que se alcanza un túnel que da paso a la otra vertiente, con un panorama algo más abierto, pero igualmente impresionante. Un largo descenso bastante tendido regala infinidad de curvas de diferentes diseños, con un asfalto en perfectas condiciones.  Encontramos allí bastante tráfico (de sábado) pero, afortunadamente, casi todo él en contra.

Vista al salir del túnel que corona el puerto. (Imagen propia).

¡Será por peñas en Las Merindades! (Imagen propia).

Justo al llegar a la base del puerto, circulamos por una esquinita de la provincia de Álava. Apenas unos metros para desviarnos hacia la izquierda (oeste) y empezar a remontar otro puerto, camino de Villasana de Mena. Casi de inmediato ya estábamos de nuevo en territorio burgalés, donde un ascenso bastante frondoso nos mantuvo trazando virajes durante unos cuantos kilómetros más, adelantando a muchos ciclistas de apariencia deportiva. El puerto iba ganando altura. Los árboles acabaron por dejar ver las cotas superiores, y una afilada peña vigilaba el paso hacia el valle de Mena. Descendimos hacia él y su capital, Villasana de Mena, la atravesamos sin pausa. En ocasiones anteriores ya habíamos disfrutado de alguna estancia allí, donde conocemos gente que la frecuenta desde hace décadas. Tocaba pues salir del valle remontando. Allí la carretera es rápida, ancha y concurrida. Los coches nos adelantaban con velocidad, pero holgura. Todos ellos mostrándose respetuosos y empáticos con nuestras monturas. Parece que es algo que vamos comprobando edición tras edición, que cuando la gente ve Vespas con detalles de viaje (mochila u otros) y circulando por carretera (fuera de su habitual entorno urbano), percibe que se trata de una forma de viajar tranquila, singular y hasta nostálgica, y muestra simpatía y respeto por quienes así vamos.

Camino de Villasana de Mena. (Imagen propia).

Coronado el puerto se dan dos fenómenos geográficos. Uno, que el Transcantábrico (el Hullero, o el ferrocarril de La Robla; como cada cual quiera denominarlo) vuelve a reunirse con la ruta, pues desde Villasana ascendía algo alejado hacia el sur, aprovechando la boscosa falda de la peña. Dos, entramos en otra merindad más, la de Montija. Con ello quedaban visitadas todas menos una (la de Cuesta-Urria). Se sucedieron varios cruces y rotondas hasta que tomamos una carretera que, dirección oeste, pasa por varios pueblos. Es tranquila, estrecha y con algunas curvas, pero no demasiado retorcida. Pasa por Bercedo y finalmente alcanza Espinosa de los Monteros, localidad que, aunque burgalesa, se autoconsidera ¡y con razón! una villa pasiega más. No hay más que fijarse en las cabañas que, desde ella, salpican las laderas que surgen hacia el norte.

La villa estaba a reventar de visitantes, moteros y ciclistas. Una feria de miel de brezo ocupaba la plaza. En la oficina de turismo nos hicieron una excelente recomendación: visitar la colección de arte de Mena – Sánchez. Tomamos un refresco en una terraza a la sombra hasta la hora convenida y luego entramos. La colección resulta impresionante. Tanto por los nombres de pintores que atesora, como por las propias obras expuestas. Es casi todo arte español del siglo XX, aunque hay alguna cosa más. Muchos autores vascos, algunos otros y varias litografías de Dalí, Miró e incluso Picasso. Está en un edificio esquinero de la plaza, que por dentro han rehabilitado como museo. La cantidad de obras y el tamaño de algunas hacen que alguna que otra no sea fácil de contemplar, pero el conjunto resulta impresionante y, si se me permite el comentario, nadie se espera encontrar tal tesoro en una localidad como Espinosa. ¡Bien por ellos! Por el pueblo y por los propietarios de la colección, orgullosos de sus orígenes familiares.

Detalle "vespero" con el el que nos encontramos en la terraza de uno de los bares de la plaza de Espinosa de los Monteros. (Imagen propia).

Pidiendo perdón por la calidad de las imágenes (no era fácil fotografiar algunos de los cuadros), incluyo una serie de lienzos no por ser los que más me gustaron, sino por que sus temáticas muestran varios detalles del recorrido realizado por nosotros. "Espinosa" de Carmelo García Barrena. (Imagen propia).

"Puentedey. Burgos" de Román Izazkarai. (Imagen propia).

"Paisaje" de Marceliano Santa María. (Imagen propia).

De allí nos fuimos a visitar el modesto museo dedicado a los Monteros de Espinosa. Fue aquella una orden de tipo militar que prácticamente alcanzó el milenio de existencia. Fundada en el año 1006, comenzó como guardia nocturna de los reyes de Castilla, pasando con el tiempo a integrarse en la Guardia real. Durante la 2ª República, en 1931, no supieron entender lo que de valor tienen algunas instituciones de añeja tradición y la disolvieron, en vez de haberla transformado en alguna especie de valor intangible de la historia. El caso es que, actualmente, únicamente queda de ella el nombre, que se utiliza para una Compañía del Ejército de Tierra. El museo es poca cosa, pero había que visitarlo para hacer honor al nombre de la localidad y a su historia. En su entrada muestra un bajorrelieve de moderna factura, con el emérito plantado en lugar destacado (quizás convendría aplicar alguna actualización, dadas las circunstancias). Dentro abundan los maniquíes con diferentes uniformes de distintas épocas. Hay documentos, detalles antiguos encontrados en campos de batalla cercanos, algunas maquetas recreando escaramuzas bélicas y una vitrina llena de soldaditos de plomo de diferentes ejércitos antiguos. Además, infografías ilustrativas. Lo dicho, poco contenido, pero, al menos, pica en Flandes a modo de homenaje permanente. Por lo visto, cada año, en espinosa se celebra una representación teatral que narra el origen de los Monteros, un intento de envenenamiento al conde de Castilla Sancho García por parte, según cuenta la leyenda, de su madre, compinchada con un moro (no me sean ustedes pejigueros, que en aquel contexto histórico, hace más de un milenio, a los musulmanes, por estos territorios, se los llamaban y consideraban moros).

Entre los trajes de los Monteros y de la Guardia Real a la que pertenecieron finalmente, había uno de motorista de escolta. Se ve que rodaban en unas Harley-Davidson Electra Glide. (Imagen propia).

Comimos de menú de fin de semana, me tomé un café y nos pusimos de nuevo en marcha para regresar por el mismo camino por el que accedimos a las Merindades: el puerto de Lunada, entonces ya en espectacular descenso. Finalizamos la Vespada pasadas las cinco de la tarde y francamente satisfechos. Ambas motos se comportaron estupendamente y el balance fue mucho mejor de lo previsto. El año que viene más, otra ruta ya está cocinando.

Ascendiendo Lunada por su vertiente sur. (Imagen propia).

Paso a nivel con barrera en La Cavada, casi bajo la Portalada de Carlos III. A ver si en Madrid se van a pensar que son los únicos... (Imagen propia).


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