Nuestra quinta Vespada resultó
estupenda. En muchos aspectos, la mejor hasta la fecha. Que volviera a ser,
prácticamente, en pareja, no le quitó un ápice de interés, diversión,
entretenimiento ni disfrute. La elección del destino estuvo motivada como guiño
a un par de potenciales participantes que, por unas razones u otras, no
comparecieron. El diseño del poster también pretendía ejercer de motivación
para otra piloto habitual a la que íbamos viendo mansear y que,
efectivamente, tampoco vino. A mi amigo italiano y a su Vespa del 65, al final
se les torcieron las cosas y no pudieron acudir, pese a la ilusión que les hace
poder hacerlo algún año. En esta ocasión, incluso cursé detalladas invitaciones
con tiempo suficiente a varios amigos y conocidos poseedores de scooters.
Algunas no recibieron respuesta. La mayoría sí: cordialmente agradecida, pero
rechazada por una gran diversidad de causas declaradas. Estar de viaje, no
tener la moto suficientemente preparada, no querer acudir desparejado/a, miedo
a las averías, no verse en un plan así, etc. ¡Qué le vamos a hacer! La
intención no era egoísta porque, como se verá, más compañía no es necesaria.
Por el contrario, invitamos desde la generosidad, creyendo firmemente que el
plan es bueno, diferente, singular y muy prometedor. Así que, seguiremos
insistiendo…
1ª Etapa.
El primer día sí que tuvimos un
ilusionado acompañante que rodó con nosotros hasta bastante lejos durante la
mitad de la primera etapa (él tuvo que conducir de regreso todo lo completado
hasta allí, así que se metió un buen etapón entre pecho y espalda). Salimos los
tres desde Galizano bajo el sol de un día claro y radiante, como resultaron los
tres que ocuparon esta Vespada. Soleado, pero, afortunadamente, bien fresquito
hasta el mediodía. Rodamos tranquilos seleccionando carreterillas sin tránsito.
De esas escondidas que tanto utilizo en mis salidas ciclistas. Entre colinas,
recovecos, prados, cuadras, casas de pueblo y sombras de arbolado. Y así, poco
a poco, alcanzamos La Cavada y, enseguida, Liérganes.
Momento de la salida. (Imagen: F. Perojo).
Se sucedían curvas y sombras
mientras la ruta, poco a poco y a tramos, iba ganando altitud río Miera arriba.
En San Roque de Río Miera nos detuvimos para tomar un café y entablar nuestra
segunda conversación. Se palpaba la ilusión en todos nosotros. La ilusión, la
alegría por el precioso día y la emoción que supone afrontar el reto del
ascenso del puerto de Lunada.
Los tres viajeros en San Roque de Río Miera. (Imagen propia).
Lo subimos de un tirón. Enlazando
incontables curvas en sus faldas iniciales y acometiendo con alegre ímpetu las
grandes zetas que recorren la ladera de las antiguas morrenas glaciares que se
escalonan en su vertiente norte. Todas ellas, siglos después, tapizadas de un
verde casi único. Compartíamos ruta con esforzados ciclistas para los que este
puerto ya es talismán, y que van leyendo las pintadas que rezan Primoz y los
nombres de otros campeones sobre el asfalto.
Aspecto del puerto iniciada la ascensión. (Imagen propia).
Espectacular vista de la ruta, quedando aún algunos kilómetros para coronar. (Imagen propia).
Myriam en pleno ascenso. (Imagen propia).
Negociando la curva más espectacular del puerto. (Imagen propia).
Federico por esa carretera que tan románticos recuerdos le trae. (Imagen propia).
En lo alto del collado, las tres motos y mis dos acompañantes. (Imagen propia).
En la cumbre, paradita breve y
fotos de rigor antes de acometer el descenso por la vertiente burgalesa: más
calurosa, todavía verde y sin desprenderse de ese ambiente pasiego que la
acompaña hasta, por lo menos, Espinosa de los Monteros. Allí tomamos rumbo
oeste, paralelos al ferrocarril de La Robla, internándonos por la suavidad casi
llana de la Merindad de Sotoscueva, en busca de nuestro primer objetivo de
visita: la cueva y ermita de San Bernabé, en Ojoguareña. El enclave es
sorprendente por la combinación de naturaleza vegetal y geológica, con un
intrusismo humano datado de algunos siglos atrás en forma de templo. Dotados de
cascos de espeleología, la visita guiada comienza por la cueva. Sin presentar
apenas concreciones llamativas o espectaculares, sí que sirve para ofrecer una
explicación bien clara de cómo y por qué se forman las cuevas, así de cómo es
su evolución como sistema dinámico a muy largo plazo. En su tramo final, unos
silos prehistóricos mostraban con sorprendente elocuencia física y conceptual
el ingenio de nuestros antepasados habitando el norte de la Península. En todo
caso, el verdadero impacto visual de la visita lo ofrece la capilla, excavada
dentro de la roca, integrada totalmente con la cueva y decorada toda ella con
frescos medievales que muestran los martirios a los que fue sometido San Tirso,
a quién originalmente estuvo dedicado el templo. La visita fue amena. Incluye
un video inicial y, para nosotros, supuso un refrescante descanso, ya que la
temperatura interior es muy inferior a la exterior, de modo que hicimos bien en
abrigarnos con las cazadoras.
Aspecto del enclave de Ojogüareña. (Imagen propia).
Sentados a la sombra del acantilado. (Imagen: F. Perojo).
Listos para acceder a la cueva. (Imagen: M. Sánchez).
Vista parcial de las pinturas del techo de la capilla. (Imagen propia).
Disfrutando de la visita "espeleo-religiosa". (Imagen: F. Perojo).
Ya fuera de allí, en una
gasolinera cercana, nos despedimos de Federico y de su máquina coreana,
agradeciéndole sinceramente que nos hubiera acompañado, confiando en que lo
hubiera disfrutado y esperando que se sume a las próximas ediciones y, a ser
posible, durante más etapas.
Nuestro compañero Federico con su eficaz coreana y de fondo... un serbal de los cazadores. (Imagen propia).
Nosotros continuamos rumbo oeste
por una carretera tranquila, agradable y fácil, hasta que dimos con un bar de
pueblo en el que nos dieron bien de comer, menú del día, por 12€ cada uno y sin
haber tenido que reservar. Es lo que tiene viajar, como decía mi admirado JL
Algarra, por España a lo ancho. Al poco rato, al llegar a Santelices,
tomamos rumbo sureste introduciéndonos en un espectacular cañón natural, por
una estrecha y revirada carretera de perfecto asfalto e inexistente tráfico. Un
tramo maravilloso digno de excursión rodada. En mitad del mismo, la parada en
Puentedey es obligada. Parte del pueblo, que es bonito y sugerente, se levanta
sobre un gigantesco puente natural de roca que el río se ha encargado de
horadar a su paso por debajo. El túnel natural ofrece una sombra generosa en
verano, posibilidades de baño y hasta un refrescante efecto Venturi que el aire
se encarga por sí solo de mantener ligeramente activo para satisfacción de los
visitantes.
Posando en el enclave. (Imagen propia).
La estampa clásica de Puentedey. (Imagen propia).
La segunda parte del tramo sigue
tan deslumbrante y entretenida como la primera. Los farallones rocosos
encajonan el río y dominan con altiva presencia el paso de los modestos motores
monocilíndricos que petardean con alegría y sin descanso, siguiendo el sinuoso
trazado. Y así, francamente divertidos, alcanzamos Villarcayo, habiendo dado
cuenta de, al menos otras dos Merindades: la de Valdeporres y la del propio
Villarcayo (Merindad de Castilla la Vieja). Atravesando la villa, tomamos rumbo
sur y, a pocos kilómetros, oeste, por otra carretera perdida y estrecha que
discurre junto al río Ebro. Allí, asomándose a un salto de agua, encaramado a
la ladera de la ribera izquierda, se mantiene erguido el imponente monasterio
de Santa María de Rioseco. O lo que queda de él, que es mucho y sorprendente.
Es un complejo grande y elegante que se conserva parcialmente combinando ruinas
con edificios enteros, así como estilos arquitectónicos con presencia gótica y
complementos posteriores. Disfruta de una gran nave central y algunas
dependencias cubiertas, y ya afianzadas mediante la conveniente restauración. A
la espadaña del templo se puede subir por escaleras. Primero originales de
caracol y después modernas y exteriores de refuerzo. Arriba la vista es
magnífica. Del entorno y, muy especialmente, de todo el claustro, cuyas ruinas
mantienen en pie un vistoso entramado de estructuras de piedra. Un paraje de
película. El claustro se puede pasear y explorar más adelante. Lo mismo que
otros patios y un recoleto jardín renacentista al que las lavandas invitan a
visitar, y que se mantiene bien cuidado. Esta visita se la debo a Ana Maruri
quien, hace años, sabedora de mi gusto por los parajes en los que la naturaleza
pugna por invadir o cohabitar con las ruinas del pasado lejano, me lo recomendó
con insistencia. Tardé mucho en cumplir con la visita, pero el destino estaba ahí,
bien apuntado en mi recuerdo, y la Vespa me brindó la oportunidad.
Vista parcial del lugar desde la espadaña. (Imagen propia).
Santa María de Rioseco. (Imagen propia).
Esquina del claustro. (Imagen propia).
Detalle con lavandas. (Imagen propia).
El jardín renacentista. (Imagen propia).
De regreso a Villarcayo nos
instalamos en un hotel fresco, cómodo y con piscina. Aseo, baño y cambio de
atuendo para visitar a una pareja que pasa allí sus vacaciones y nos había
invitado a cenar. Al acercarnos, cruzamos el parque del Soto, y el río, aunque
ya atardecía, mostraba efervescencia humana a remojo. Ambiente festivo,
veraniego, juvenil y popular. La cena fue en el jardín, la conversación de lo
más agradable y las carrilleras insuperables. Al volver al hotel, excelente
noticia ¡hacía hasta algo de frío!
2ª Etapa.
Sin prisa alguna, desayunamos de
bufé antes de despedirnos del hotel. Pese al sol, el frescor de la mañana
exigía, afortunadamente, la cazadora puesta. Tomamos rumbo sur hasta más allá
del desvío de la tarde anterior. Eso nos permitió enhebrar otro cañón grandioso
y circular pegados al Ebro, ahora sí, en el sentido del curso de sus aguas.
Laderas tapizadas de bosque y farallones verticales de roca desnuda más arriba.
Algún puente y, creo recordar, incluso puede que algún túnel.
En Valdenoceda nos desviamos
hacia el sureste, penetrando en la Merindad de Valdivielso. Un poco más
adelante, la carretera plantea la opción de continuar, o tomar una alternativa
que, paralela a la anterior, transcurre por su norte y es más recóndita, secundaria
y mucho menos transitada. Fue la que tomamos. Buen asfalto, sin líneas pintadas
y apenas algún ciclista solitario por compañía eventual. Es la que pasa por
Quecedo, y nos regaló otro tramo realmente fascinante. Un viaje en el tiempo a
una España de mitad del siglo XX, de paisajes limpios, pueblos acogedores,
tráfico casi inexiste y en la que, atravesarla en Vespa podía hacer sentirse al
piloto todo un privilegiado, y el amo de la carretera. Ese tramo culmina con un
repentino descenso sinuoso e inclinado que, atravesando un pinar de ladera,
alcanza al Ebro en un embalse, para reunirse con la otra alternativa en
Cereceda. Un poco más adelante, nos topamos con la carretera que procede de Oña
y que nosotros tomamos hacia el noreste, en dirección a Trespaderne, rodeando
la Merindad de Cuesta-Urria, aunque sin llegar a pisarla.
"España a lo ancho". (Imagen propia).
Myriam en ruta. (Imagen propia).
Cruzando el Ebro. (Imagen propia).
Encantados. (Imagen propia).
Fascinante carretera. (Imagen propia).
El tramo hasta Trespaderne es
rápido para los coches y, por lo tanto, menos entretenido para nuestras
monturas. Había poco tráfico y, por lo general, del tipo lento-turístico.
Cruzamos la localidad sin detenernos y, mediante rectas de aspecto más castellano,
continuamos hasta Pedrosa de Tobalina. A aquellas alturas el día se había
tornado caluroso, así que nos detuvimos para visitar el magnífico enclave de su
cascada y, una vez contemplado, no pudimos evitar instalarnos en él a la sombra
de un árbol. Había gente en plan de playa fluvial. Una cascada de gran altura
se precipita, superando un borde totalmente tapizado por vegetación, sobre una
amplia poza de color verde esmeralda. Aquello parece casi un cenote en medio de
Castilla. Me di un baño maravilloso. De esos que recuerdas toda la vida por la
singularidad del lugar. Nadar, bucear, acercarme hasta la potente ducha natural
de la cascada. Todo menos tirarme desde el borde superior, tal y como hacía la
chavalería local, alardeando de su vitalidad juvenil, para entretenimiento de
la ociosa concurrencia.
Cascada de Tobalina. (Imagen propia).
De nuevo en ruta, continuamos
rumbo norte por paisajes abiertos, campos amarillos y horizontes más
suavizados, demarcados por el perfil de crestas rocosas menos abruptas. Una
reorientación hacia el nordeste nos permitió alcanzar San Pantaleón de Losa.
Estábamos pues, ya, en la Merindad de Losa. El pueblo está rodeado de
amarillentos campos de labor y, sobre él, emerge desde la tierra un peñón con
forma de descomunal proa de gigantesco barco. Justo en su base está la iglesia
del pueblo, de la que parte un camino, empinado, que asciende hacia la parte
trasera del peñón. Allí atrás, el material rocoso desaparece enterrado bajo
tierra, lo que permite, dando la vuelta, seguir ascendiendo por el lecho de la cubierta
del imaginario buque. Y algo más arriba, cerca de su supuesta proa, se levanta
una hermosa ermita dedicada a San Pantaleón.
En ella disfrutamos de una amena
visita guiada. Mucho aprendimos sobre los detalles del templo, así como sobre
el propio San Pantaleón. El santo, del que es famosa una reliquia con forma de
ampolla de sangre, que con el tiempo ha sido dividida en dos (una se conserva en
Madrid y la otra en Nápoles), médico él, en tiempos de los romanos, es también
el de nuestro pueblo. También nosotros celebramos su onomástica en un lugar
elevado, en ese caso sobre el mar, en la que es mi fiesta favorita del pueblo.
Así pues, nos hizo ilusión visitar este otro enclave dedicado al mismo
personaje. Allí, al norte de Burgos, la capilla está repleta de detalles
tallados en piedra. Dentro y fuera del edificio, el cual, pese a sus pequeñas
dimensiones, tiene mucho que ofrecer. Tanto de tardo-románico muy singular,
como de posteriores pinceladas góticas modestas. Fuera de la ermita, remontando
hasta la cúspide de la peña, un precipicio muestra el pueblo a nuestros pies, y
la panorámica del entorno agrícola es hermosa.
Vista trasera de la ermita de S. Pantaleón de Losa. (Imagen propia).
Panorámica desde la peña. (Imagen propia).
Singular pórtico de entrada al templo. (Imagen propia).
La peña vista desde la carretera. (Imagen propia).
Pocos kilómetros más adelante
surge un cruce de caminos cerca de una gasolinera. Tomamos el de la izquierda
(noroeste) y, muy pronto, llegamos a nuestro destino: Quincoces de Yuso, con nombre
de futbolista de época (defensa para más señas y, en su tiempo, pareja ideal de
un tal Ciriaco). El pueblo se acomoda a lo largo de una recta de la carretera.
Había varios bares, pero únicamente daban de comer en uno, que estaba repleto. Era
viernes de agosto, así que nos tocó esperar, y entre poco se pudo ya elegir del
menú del día. Después nos instalamos en el hotel. Modesto, pero fresco y
confortable. Descansamos del calor hasta la hora de la fresca, que allí
se da de forma más que notable. Tal es así que acaba uno poniéndose alguna
prenda extra. En el centro del pueblo, junto a la carretera, había animación de
jóvenes y niños jugando a una versión de bolos que nos resultó totalmente
desconocida. El Tres Tablones. Las bolas son similares a las del pasabolo
tablón, de esas que disponen de huecos de agarre para la mano. Los bolos, muy
finos, también se parecen, así como la existencia de unos tablones
longitudinales (en aquel caso chapas de hierro) sobre las que se plantan filas
de bolos. Aunque en nuestro pasabolo únicamente hay una fila, en Quincoces son
tres, paralelas y con tres bolos cada una, lo cual hace que haya nueve bolos
plantados (en eso hay cierta semejanza con nuestro bolo palma). Otra semejanza es
que allí también se birle, esto es, que haya tiradas de vuelta. E
incluso la existencia de pequeños polos posteriores cuyo derribo cuenta más. En
fin, que allí pasamos un rato descubriendo entresijos de la modalidad, hasta
que llegó la hora de la cena.
Cogimos mesa en un ruidoso y
animado bar, absolutamente colonizado por detalles decorativos del Athletic
Club de Bilbao (la cercanía vasca se deja notar mucho por aquellos lares). Sabrosas
hamburguesas de magnífico y pan, tinto de rioja y unos quesos muy ricos. Mucha
gente yendo y viniendo, y conversaciones a nivel de megafonía gutural natural,
sin necesidad de dispositivos. Como cualquier tasca que se precie del mismo
Bilbao.
"Puente romano" de Quincoces de Yuso. (Imagen propia).
Joven "birlando" en Tres Tablones. (Imagen propia).
Aspecto de la disposición de la bolera. (Imagen propia).
3ª Etapa.
El desayuno fue más convencional
aquella mañana. El día, de nuevo, totalmente soleado pero fresco a primeras
horas. De vuelta al anteriormente mencionado cruce de caminos, tomamos
dirección nordeste hacia Arceniega. Pocos metros después del cruce tuvimos la
suerte de poder ver una nutrida yeguada de caballos losinos, raza autóctona que
tratan de conservar y cuya capa predominante es la negra. El tramo que por allí
se inicia es de una belleza rutera muy recomendable, pues la carretera se
interna en un paraje rodeado de peñas cada vez más altas y verticales, combinando
lechos más bajos de bosque, con rocas descarnadas en las elevaciones. La ruta
asciende de forma moderada y progresiva, ofreciendo curvas para la diversión de
conducción, hasta que se alcanza un túnel que da paso a la otra vertiente, con
un panorama algo más abierto, pero igualmente impresionante. Un largo descenso
bastante tendido regala infinidad de curvas de diferentes diseños, con un
asfalto en perfectas condiciones.Encontramos allí bastante tráfico (de sábado) pero, afortunadamente,
casi todo él en contra.
Vista al salir del túnel que corona el puerto. (Imagen propia).
¡Será por peñas en Las Merindades! (Imagen propia).
Justo al llegar a la base del
puerto, circulamos por una esquinita de la provincia de Álava. Apenas unos
metros para desviarnos hacia la izquierda (oeste) y empezar a remontar otro
puerto, camino de Villasana de Mena. Casi de inmediato ya estábamos de nuevo en
territorio burgalés, donde un ascenso bastante frondoso nos mantuvo trazando
virajes durante unos cuantos kilómetros más, adelantando a muchos ciclistas de
apariencia deportiva. El puerto iba ganando altura. Los árboles acabaron por
dejar ver las cotas superiores, y una afilada peña vigilaba el paso hacia el
valle de Mena. Descendimos hacia él y su capital, Villasana de Mena, la atravesamos
sin pausa. En ocasiones anteriores ya habíamos disfrutado de alguna estancia
allí, donde conocemos gente que la frecuenta desde hace décadas. Tocaba pues
salir del valle remontando. Allí la carretera es rápida, ancha y concurrida.
Los coches nos adelantaban con velocidad, pero holgura. Todos ellos mostrándose
respetuosos y empáticos con nuestras monturas. Parece que es algo que vamos
comprobando edición tras edición, que cuando la gente ve Vespas con detalles de
viaje (mochila u otros) y circulando por carretera (fuera de su habitual
entorno urbano), percibe que se trata de una forma de viajar tranquila,
singular y hasta nostálgica, y muestra simpatía y respeto por quienes así
vamos.
Camino de Villasana de Mena. (Imagen propia).
Coronado el puerto se dan dos fenómenos
geográficos. Uno, que el Transcantábrico (el Hullero, o el ferrocarril de La
Robla; como cada cual quiera denominarlo) vuelve a reunirse con la ruta, pues
desde Villasana ascendía algo alejado hacia el sur, aprovechando la boscosa
falda de la peña. Dos, entramos en otra merindad más, la de Montija. Con ello
quedaban visitadas todas menos una (la de Cuesta-Urria). Se sucedieron varios
cruces y rotondas hasta que tomamos una carretera que, dirección oeste, pasa
por varios pueblos. Es tranquila, estrecha y con algunas curvas, pero no
demasiado retorcida. Pasa por Bercedo y finalmente alcanza Espinosa de los
Monteros, localidad que, aunque burgalesa, se autoconsidera ¡y con razón! una
villa pasiega más. No hay más que fijarse en las cabañas que, desde ella,
salpican las laderas que surgen hacia el norte.
La villa estaba a reventar de
visitantes, moteros y ciclistas. Una feria de miel de brezo ocupaba la plaza.
En la oficina de turismo nos hicieron una excelente recomendación: visitar la
colección de arte de Mena – Sánchez. Tomamos un refresco en una terraza a la
sombra hasta la hora convenida y luego entramos. La colección resulta
impresionante. Tanto por los nombres de pintores que atesora, como por las
propias obras expuestas. Es casi todo arte español del siglo XX, aunque hay
alguna cosa más. Muchos autores vascos, algunos otros y varias litografías de
Dalí, Miró e incluso Picasso. Está en un edificio esquinero de la plaza, que
por dentro han rehabilitado como museo. La cantidad de obras y el tamaño de
algunas hacen que alguna que otra no sea fácil de contemplar, pero el conjunto
resulta impresionante y, si se me permite el comentario, nadie se espera encontrar
tal tesoro en una localidad como Espinosa. ¡Bien por ellos! Por el pueblo y por
los propietarios de la colección, orgullosos de sus orígenes familiares.
Detalle "vespero" con el el que nos encontramos en la terraza de uno de los bares de la plaza de Espinosa de los Monteros. (Imagen propia).
Pidiendo perdón por la calidad de las imágenes (no era fácil fotografiar algunos de los cuadros), incluyo una serie de lienzos no por ser los que más me gustaron, sino por que sus temáticas muestran varios detalles del recorrido realizado por nosotros. "Espinosa" de Carmelo García Barrena. (Imagen propia).
"Puentedey. Burgos" de Román Izazkarai. (Imagen propia).
"Paisaje" de Marceliano Santa María. (Imagen propia).
De allí nos fuimos a visitar el
modesto museo dedicado a los Monteros de Espinosa. Fue aquella una orden de
tipo militar que prácticamente alcanzó el milenio de existencia. Fundada en el
año 1006, comenzó como guardia nocturna de los reyes de Castilla, pasando con
el tiempo a integrarse en la Guardia real. Durante la 2ª República, en 1931, no
supieron entender lo que de valor tienen algunas instituciones de añeja
tradición y la disolvieron, en vez de haberla transformado en alguna especie de
valor intangible de la historia. El caso es que, actualmente, únicamente queda
de ella el nombre, que se utiliza para una Compañía del Ejército de Tierra. El
museo es poca cosa, pero había que visitarlo para hacer honor al nombre de la
localidad y a su historia. En su entrada muestra un bajorrelieve de moderna
factura, con el emérito plantado en lugar destacado (quizás convendría aplicar
alguna actualización, dadas las circunstancias). Dentro abundan los maniquíes
con diferentes uniformes de distintas épocas. Hay documentos, detalles antiguos
encontrados en campos de batalla cercanos, algunas maquetas recreando
escaramuzas bélicas y una vitrina llena de soldaditos de plomo de diferentes
ejércitos antiguos. Además, infografías ilustrativas. Lo dicho, poco contenido,
pero, al menos, pica en Flandes a modo de homenaje permanente. Por lo
visto, cada año, en espinosa se celebra una representación teatral que narra el
origen de los Monteros, un intento de envenenamiento al conde de Castilla Sancho
García por parte, según cuenta la leyenda, de su madre, compinchada con un moro
(no me sean ustedes pejigueros, que en aquel contexto histórico, hace más de un
milenio, a los musulmanes, por estos territorios, se los llamaban y
consideraban moros).
Entre los trajes de los Monteros y de la Guardia Real a la que pertenecieron finalmente, había uno de motorista de escolta. Se ve que rodaban en unas Harley-Davidson Electra Glide. (Imagen propia).
Comimos de menú de fin de semana,
me tomé un café y nos pusimos de nuevo en marcha para regresar por el mismo
camino por el que accedimos a las Merindades: el puerto de Lunada, entonces ya
en espectacular descenso. Finalizamos la Vespada pasadas las cinco de la tarde
y francamente satisfechos. Ambas motos se comportaron estupendamente y el
balance fue mucho mejor de lo previsto. El año que viene más, otra ruta ya está
cocinando.
Ascendiendo Lunada por su vertiente sur. (Imagen propia).
Paso a nivel con barrera en La Cavada, casi bajo la Portalada de Carlos III. A ver si en Madrid se van a pensar que son los únicos... (Imagen propia).
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