lunes, 15 de septiembre de 2025

ARCHIVOS CULTURALES VESPA (4)

Un año más, vuelvo con una de estas recopilaciones de aspectos culturales relacionados con la Vespa. No es una obligación autoimpuesta, simplemente surgen porque, sin comerlo ni beberlo, uno se topa en la vida con anécdotas, hechos o connotaciones de tipo cultural que están relacionadas con la Vespa ya que ella, esto es algo que cada día tengo más claro, ha superado con creces el mero concepto de una moto más, para haberse erigido en icono sociocultural.

Los negocios del yernísimo.

El escritor Jesús Gallego, autor de Herencia, contaba en una entrevista en Radio 3 (sábado 22 de marzo de 2025) que el Marqués de Villaverde, yerno de Franco, hacía de hábil y eficaz conseguidor para proyectos empresariales que quisieran hacerse con licencias de importación para España durante el franquismo, razón por la cual el marqués se hizo hueco en unos cuantos consejos de administración. Por lo visto (esta cuestión no quedó del todo bien precisada en sus comentarios) el éxito de ventas de Vespa durante los primeros años de su aparición en España se produjo por importación a través de varios agentes diferentes, erigiéndose el de Villaverde como uno de ellos. El pueblo llano, siempre atento, sagaz e irónico, convirtió la palabra Vespa en acrónimo, adjudicándole el siguiente significado: Villaverde Entra Sin Pagar Aranceles (o Aduana, según qué versiones). También, según el blog diariodelaire, corrió por ahí el apelativo de Marqués de Vespaverde (concordante con el que entonces era el color más habitual en las Vespa de la época). Imagino que el resto de importadores sí que los abonaban.

Vespa desfilando con pilotaje torero en la cabalgata de Reyes de Madrid en 1953. (Imagen: diariodelaire.blogspot).

Rally de Montecarlo.

A principios de los años sesenta, el excampeón de esquí alpino Jean Vuarnet (en realidad más famoso por ofrecer su apellido como nombre de marca de unas míticas gafas de sol que causaron furor en el mundo del esquí, así como en la moda de la época al ser utilizadas por personajes populares como Alain Delon, Romy Schneider o Mick Jagger) estaba enfrascado en el desarrollo de una estación de esquí revolucionaria: Avoriaz y, consiguientemente, el que acabaría siendo uno de los más extensos dominios esquiables, Les Portes du Soleil. Cuando andaban instalando los primeros remontes mecánicos, surgieron y se acumularon algunos problemas técnicos y financieros. La solución llegó en 1962 con la incorporación de nuevos inversores. Uno de ellos fue Gérad Brémond, un promotor inmobiliario que posteriormente creó Pierre et Vacances (uno de los principales mayoristas inmobiliarios de los Alpes franceses). Otro fue Jean Gerbault, patrón de Vespa France. La presencia de este último, además de inyección económica, aportó prestigio empresarial y financiero, haciendo que el proyecto adquiriera garantías y más inversores. He estado esquiando un par de veces en Avoriaz, y es de esas estaciones a las que tengo verdaderas ganas de regresar.

Apenas tres años antes, en 1959, Vespa participó en el Rally de Montecarlo. Hay que resaltar que estamos hablando de una época en la que dicho rally era, con diferencia, el más importante del mundo, en la que todavía no había Campeonato Mundial de Rally y en la que, entonces, en muchos deportes, eran más importantes determinadas competiciones singulares que campeonatos formados por conjuntos de pruebas. ¿Qué hacía un vehículo Vespa allí? No se debió a que los organizadores de la prueba hubieran admitido temporalmente la participación de motos (algo que nunca hicieron) ¡qué va! Lo que ocurrió es que el equipo Vespa se presentó con cuatro coches propios. Porque los hubo. Unas pequeñas y ligeras berlinas con pinta de Seat 1500 menguados, como si hubieran sido echados a lavar con un programa inadecuado. Realmente, los coches habían sido fabricados por la filial francesa ACMA (Ateliers de Construction Motocycles et Automobile), perteneciente al fabricante italiano de scooter Piaggio. Dichos talleres produjeron pequeños vehículos Vespa entre 1957 y 1961, alcanzando la cifra de 30.000 unidades. El motor era un bicilíndrico de dos tiempos y 400 cm3, en disposición y tracción traseras.

El rally se celebró, como es habitual, en enero, en pleno invierno. Invierno nórdico en su punto de salida, recorrido por el norte de Europa y etapas finales cronometradas en los Alpes. Todo un desafío. De los cuatro vehículos Vespa que tomaron la salida, lograron terminar el rally tres. Dos de ellos acabaron rebasando el tiempo máximo establecido: un exceso de una hora en 3392 km. El otro terminó en tiempo, algo de gran mérito para su categoría de coches de menos de 1000 cm3. Aunque, lógicamente, bastante retrasado en la clasificación, acabó superando a una veintena de equipos de los que lograron terminar a tiempo, la mayoría de ellos de mucha mayor cilindrada. Por cierto, el vencedor fue un modelo muy icónico: un Citroën DS, apodado en España Tiburón.

«En la salida, los espectadores y los demás competidores se reían de nuestra audacia. A mitad de recorrido nuestros rivales empezaron a observarnos con interés. En la meta nos llovieron los aplausos». (Comentario incunable de uno de los pilotos de Vespa). En: Atlas ilustrado Vespa. Susaeta. Madrid, 2018).

Publicidad Vespa presumiendo del XXVIII Rally de Montecarlo. (Imagen: car.bohnmas.com).

Uno de los Vespa rodando sobre la nieve en aquel rally. Aquellos coches (todas las series que se fabricaron) eran descapotables. Lo del rally de Montecarlo en aquella época era otra cosa. Las largas aproximaciones desde varios puntos de partida diferentes componían una primera fase de aventura, regularidad y fiabilidad. La velocidad cronometrada se la disputaban los últimos días, ya reunidos los supervivientes de lo anterior. Esta foto es impagable por un detalle: sospecho que el mango en "T" que asoma por detrás del asiento del piloto es el de una pala por si hay que ponerse a quitar nieve. (Imagen: frankmagaddino en pinterest).

Otro de los participantes. (Imagen: rallyemontecarlo1959.a.r.f.unblog.fr).

Recorte de prensa de la época en plena acción sobre asfalto nevado en el puerto de Granier. (Imagen: spiritracerclub.org).

Imagen de prensa sobre un acto promocional del Vespa 400, coincidente en fechas con el Salón del Automóvil de París. Invitados de excepción: JM Fangio y Jean Berha (campeón de Francia). (Imagen: spiritracerclub.org).

Juan Manuel Fangio posando a los mandos de una Vespa. (Imagen: spiritracerclub.org).

Aquel modelo de cochecito, que finalmente se dejó de producir por las presiones de FIAT, al considerarlo competencia directa de su 500, logró otras hazañas. En 1958 se unió (me ha parecido entender que tarde y a través de un itinerario de ida algo diferente) a un raid París-Moscú (regreso incluido). Al año siguiente, relacionado con el conflicto de independencia de Argelia, tres Vespa 400 escoltaron a una Vespa en una misión especial (con gran carga simbólica) para rescatar un bidón de gasolina y traerlo intacto desde Argelia hasta París. Quizás en el futuro me dé por ahondar un poco en tan bizarro asunto. Pero aún hay más, en 1960 un 400 participó en el Rally de la Provenza, el cual incluía la ascensión al Mont Ventoux, sobre la que, tanto el Tour de Francia como yo mismo, podemos dar fe de su dureza y exigencia.

Ya en tiempos actuales, el expiloto de rallies Bruno Saby (ganador del Rally de Montecarlo de 1988 a los mandos de un Lancia Delta Integrale HF) participó con un Vespa en un rally histórico invernal en 2018. Y la pareja C. Agostini y P. Delliere lo hicieron, en 2009, en el Rally de Montecarlo histórico, con salida desde Oslo.

Bruno Saby en plena acción reciente sobre un Vespa en un rally alpino para clásicos. (Imagen: autohebdo.fr).

Ejemplar Vespa 400 que participó en un Rally de Montecarlo actual para clásicos. (Imagen: eurooldtimers.com).

Otra vuelta al mundo.

Cambiando de tema… en una entrega anterior de estos archivos conté un poco la historia de un par de jóvenes españoles que dieron una vuelta al mundo en 79 días a lomos de una Vespa. Tiempo después, me llegó la noticia de que un alemán, Markus Andre Mayor, hizo algo semejante, con posterioridad y con algunas diferencias. Empleó 80 días. Por lo visto hubiera acabado en 76 pero, pasando por Valladolid, le gustó el ambiente de los bares y decidió quedarse unos días allí para comer jamón ibérico y beber vino de Ribera. Tonto no era el tedesco. Aparte de que viajaba solo, así pues, con la mitad de peso, no completó su periplo en una Vespa sino en tres. Mis fuentes no aclaran bien por qué ni cómo lo hizo, aunque imagino que las fue relevando en tres grandes fases durante el recorrido. Una de ellas, según he interpretado, para cruzar los EEUU.

Markus Andre Mayor en plena vuelta al mundo. (Imagen: motorpasionmoto.com).

Icónico retrato de su Vespa typical Spanish). (Imagen: motorpasionmoto.com).

De nuevo en la literatura.

En cuestión de literatura, me he topado con otro texto de autor de prestigio en el que una Vespa aparece con cierta simpatía. Si las cuentas y la memoria no me fallan, creo que he leído ocho obras de John Steinbeck. Entre ellas no están sus quizás dos novelas más famosas (las cuales, sin pretensión de eludir su lectura, sí que conocí a través de sendas películas), pero sí podría dar cuenta de un repertorio que incluye novelas breves, otras de cierto carácter costumbrista contextualizado en su California de procedencia, otra más de temática medieval y un par de libros de viajes. De estos últimos, uno resulta original, Por el mar de Cortés, porque da cuenta de un periplo náutico a bordo de un pesquero; mientras que el otro, Viajes con Charley en busca de Estados Unidos, casi ha acabado convertido en un modesto clásico de la literatura de viajes, en especial dentro de un hipotético subgénero de los viajes de carretera, y, se me antoja a mí, en una muestra pionera de lo que actualmente parece amenazar con convertirse en una plaga más de movilidad: el turismo de autocaravana.

Ranchera con complemento autocaravana original que utilizó John Steinbeck durante su viaje por los EEUU acompañado por su perro Charley. (Imagen: justacarguy.blogspot).

Lo que desconocía cuando llevaba leídos (en épocas de mi vida muy distantes) siete de esos ocho libros, era que una Vespa aparecía en una novela de crítica político-social, narrada en clave satírica o humorística. Me refiero a El breve reinado de Pipino IV, publicada en 1957. Aunque la novela es cómica, breve y aparentemente desenfadada, su contenido es mordaz, agudo y sorprendentemente vigente para los tiempos que corren. Pese a que en algún momento, desde que se escribió hasta ahora, haya podido parecer que perdía actualidad, considero que, con el cambio de siglo, su vigencia parece verse espoleada de modo inaudito. En el texto, Steinbeck arremete con sorna contra toda la clase política, la financiera, la empresarial, las grandes riquezas americanas (del norte y del sur) e incluso, aunque con mucha mayor suavidad, la ciudadanía en general. Lo hace con acierto porque, por si fuera poco, es capaz de atinar con la forma de ser de la sociedad francesa, a la vez que la novela es perfectamente exportable a la idiosincrasia de cualquier otro país occidental. Durante su lectura no he podido evitar recordar uno de aquellos singulares aforismos que conocí a través de mi padre (ignoro si eran propios o ajenos): que España es una monarquía con vocación de república, mientras que Francia una república con vocación de monarquía.

El papel de la Vespa en el relato es breve y, aunque no demasiado detallado, está cargado de simbolismo. El uso de esa Vespa desprende una imagen de pueblo llano, de modestia, de libertad e independencia, de anonimato y de placeres sencillos. Todo ello con pocas líneas, igualmente sencillas, pero capaces de provocarnos las imágenes necesarias para lo anterior.

 

Portada de la edición original de la novela de Steinbeck. (Imagen: lwcurrey.com).

Sicilia, territorio Vespa.

Y pasando ya al ámbito de mis tropiezos viajeros, en otoño, recorriendo una Sicilia afortunadamente exenta de turistas, pude comprobar como las Vespa continúan campando a sus anchas por sus caóticos cascos urbanos. La conducción allí es de locura, con unas actitudes generalizadas caracterizadas, simultáneamente, por ser muy respetuosas con los demás y absolutamente irrespetuosas con el código de circulación o las normas. Y por allí, entre la gente, los coches, las camionetas, camiones y tractores, circulaban libre y despreocupadamente muchas Vespa. De todo tipo. Viejas y cochambrosas, nuevas, de cualquier época… Entre lo más llamativo, un hombre vestido de faena mecánica, con tres descomunales bombonas azules de gas (a ojo, como las de butano nuestras, pero el doble de altas) cargadas en el asiento, detrás de él, tumbadas transversalmente. No me entra en la cabeza cómo podía circular sin mantener un involuntario caballito permanente. También pude contemplar muchísimos motocarros Vespa para diversos usos. Sobre todo, de transporte (algo que abundaba en España cuando yo era niño, y que, actualmente, tal y como se están desarrollando algunos nuevos planteamientos de movilidad urbana, me parecen una solución parcial muy factible para determinados problemas) y otros dedicados a paseos turísticos. Algunos de estos últimos, por cierto, decorados con el estilo típico multicolor y pluriescénico que tradicionalmente aplicaban a los carros de tiro de la Sicilia rural.

 

Motocarro turístico decorado al estilo tradicional siciliano. (Imagen propia).

Aquí dos ejemplares en Palermo, uno con decoración sencilla. (Imagen propia).

Tarjeta de recuerdo en papiro con una Vespa decorada al estilo tradicional de los carros sicilianos.

Una prueba más de que la Vespa forma parte del paisaje siciliano (¡y de tantos otros!) la encontré deambulando por Palermo. En el escaparate de una galería de arte (o quizás mera tienda de cuadros) había una amplia serie de ellos que eran, claramente, obra de un mismo autor. Todos representaban escenas callejeras locales. No vamos a considerarlas como de estilo fobista siendo actuales, pero sí que mostraban colores muy vivos, incluso ocasionalmente estridentes, así como trazos muy desenfadados. Pero el estilo no viene al caso, lo que aquí importa es que, en muchas de aquellas escenas callejeras sicilianas, alguna Vespa formaba parte del cuadro.

Romántica escena siciliana al atardecer. (Imagen propia desde un escaparate).

Más de lo mismo, aquí en versión nocturna. (Imagen propia desde un escaparate).

Al sur de África.

Y ya que estamos con arte, muy lejos de allí, nada menos que en la costa sur de Sudáfrica, en la bonita y agradable (aunque no para todos) ciudad de Hermanus, visitando la galería Walker Bay Modern Art (la cual aprovecho para recomendar, porque exhibe trabajos excelentes y variados; su amable gerente se llama Jay Conradie) nos topamos con una obra peculiar. Era un tablero formado por varios tablones longitudinales gastados, sobre el que el artista había pintado un desordenado conjunto de jóvenes y Vespa, algunos en siluetas y otros en trazos. Indagando posteriormente, descubrí que aquello era obra de Richard Scott, artista de la cercana Ciudad del Cabo. El tablero en cuestión formó parte de un proyecto titulado Joyride, en el que la Vespa cobraba especial y permanente protagonismo. Cuando se presentó como exposición lo hizo patrocinado por Vespa South Africa. Se trata de un conjunto de imágenes de lo que él denomina Naïve Pop, materializadas en lienzos, tarjetas, etc. en los que dos modelos jóvenes, una chica y un chico, posan juntos o separados, en diferentes posturas, siempre con una Vespa. Utilizaron dos, una moderna y otra algo más antigua (digamos que de finales del siglo XX). El catálogo muestra las fotografías originales del posado y los trabajos artísticos (sencillas estampas de colores vivos y trazos de línea clara) que fueron derivando de cada una de ellas. Por último, el proyecto se completó con el estampado de 16 ejemplares de Vespa GTS 300 con detalles femeninos sexis.

Obra sobre tablones de Richard Scott, expuesta en el exterior de la galería Walker Bay Modern Art en Hermanus). (Imagen propia).

Ejemplo de uno de los trabajos con foto de partida y resultado final. (Imagen: Richard Scott - www.joyridecollection.com).

Otra muestra más. (Imagen: Richard Scott - www.joyridecollection.com).

Una de las Vespa 300 GTS decorada por Scott. (Imagen: Richard Scott - www.joyridecollection.com).

Otra más. (Imagen: Richard Scott - www.joyridecollection.com).

El proyecto surgió como idea comercial lanzada por Vespa South Africa, y a la que se unió la firma de lencería Marlies Dekkers, por lo que su objetivo era, por encima de todo, estético y con trasfondo de marketing emocional, algo que creo que consigue plenamente. Interpretación con la que estaba de acuerdo la modelo Brigitte Williers, quien a la postre fue la que mejor parecía haber captado la filosofía del proyecto, una mezcla de estilo, estética, arte, diversión, publicidad, combinación retro-vanguardista y cierta dosis de componente sexy. En definitiva, Neo Pop Art.

La modelo Brigitte Williers, en uno de los posados, en este caso con otra obra de la serie como fondo. (Imagen: Richard Scott - www.joyridecollection.com).

Anteriormente, cada vez que daba por cerrado un archivo cultural Vespa pensaba que se me agotaban las historias, anécdotas o contenidos, y que difícilmente volvería a encontrar material suficiente como para redactar más. Ahora ya sé que me equivocaba, que la relación que la Vespa, como máquina e icono, ha establecido con el mundo es tan intensa que ha fecundado multitud de facetas humanas. Por supuesto viajes singulares, historias de vida, inspiración artística, etc. Así que supongo que seguirá surgiendo material para futuros archivos culturales.

lunes, 11 de agosto de 2025

"Las Merindades" (5ª Vespada)

Nuestra quinta Vespada resultó estupenda. En muchos aspectos, la mejor hasta la fecha. Que volviera a ser, prácticamente, en pareja, no le quitó un ápice de interés, diversión, entretenimiento ni disfrute. La elección del destino estuvo motivada como guiño a un par de potenciales participantes que, por unas razones u otras, no comparecieron. El diseño del poster también pretendía ejercer de motivación para otra piloto habitual a la que íbamos viendo mansear y que, efectivamente, tampoco vino. A mi amigo italiano y a su Vespa del 65, al final se les torcieron las cosas y no pudieron acudir, pese a la ilusión que les hace poder hacerlo algún año. En esta ocasión, incluso cursé detalladas invitaciones con tiempo suficiente a varios amigos y conocidos poseedores de scooters. Algunas no recibieron respuesta. La mayoría sí: cordialmente agradecida, pero rechazada por una gran diversidad de causas declaradas. Estar de viaje, no tener la moto suficientemente preparada, no querer acudir desparejado/a, miedo a las averías, no verse en un plan así, etc. ¡Qué le vamos a hacer! La intención no era egoísta porque, como se verá, más compañía no es necesaria. Por el contrario, invitamos desde la generosidad, creyendo firmemente que el plan es bueno, diferente, singular y muy prometedor. Así que, seguiremos insistiendo…

1ª Etapa.

El primer día sí que tuvimos un ilusionado acompañante que rodó con nosotros hasta bastante lejos durante la mitad de la primera etapa (él tuvo que conducir de regreso todo lo completado hasta allí, así que se metió un buen etapón entre pecho y espalda). Salimos los tres desde Galizano bajo el sol de un día claro y radiante, como resultaron los tres que ocuparon esta Vespada. Soleado, pero, afortunadamente, bien fresquito hasta el mediodía. Rodamos tranquilos seleccionando carreterillas sin tránsito. De esas escondidas que tanto utilizo en mis salidas ciclistas. Entre colinas, recovecos, prados, cuadras, casas de pueblo y sombras de arbolado. Y así, poco a poco, alcanzamos La Cavada y, enseguida, Liérganes.

Momento de la salida. (Imagen: F. Perojo).

Se sucedían curvas y sombras mientras la ruta, poco a poco y a tramos, iba ganando altitud río Miera arriba. En San Roque de Río Miera nos detuvimos para tomar un café y entablar nuestra segunda conversación. Se palpaba la ilusión en todos nosotros. La ilusión, la alegría por el precioso día y la emoción que supone afrontar el reto del ascenso del puerto de Lunada.

Los tres viajeros en San Roque de Río Miera. (Imagen propia).

Lo subimos de un tirón. Enlazando incontables curvas en sus faldas iniciales y acometiendo con alegre ímpetu las grandes zetas que recorren la ladera de las antiguas morrenas glaciares que se escalonan en su vertiente norte. Todas ellas, siglos después, tapizadas de un verde casi único. Compartíamos ruta con esforzados ciclistas para los que este puerto ya es talismán, y que van leyendo las pintadas que rezan Primoz y los nombres de otros campeones sobre el asfalto.

Aspecto del puerto iniciada la ascensión. (Imagen propia).

Espectacular vista de la ruta, quedando aún algunos kilómetros para coronar. (Imagen propia).

Myriam en pleno ascenso. (Imagen propia).

Negociando la curva más espectacular del puerto. (Imagen propia).

Federico por esa carretera que tan románticos recuerdos le trae. (Imagen propia).

En lo alto del collado, las tres motos y mis dos acompañantes. (Imagen propia).

En la cumbre, paradita breve y fotos de rigor antes de acometer el descenso por la vertiente burgalesa: más calurosa, todavía verde y sin desprenderse de ese ambiente pasiego que la acompaña hasta, por lo menos, Espinosa de los Monteros. Allí tomamos rumbo oeste, paralelos al ferrocarril de La Robla, internándonos por la suavidad casi llana de la Merindad de Sotoscueva, en busca de nuestro primer objetivo de visita: la cueva y ermita de San Bernabé, en Ojoguareña. El enclave es sorprendente por la combinación de naturaleza vegetal y geológica, con un intrusismo humano datado de algunos siglos atrás en forma de templo. Dotados de cascos de espeleología, la visita guiada comienza por la cueva. Sin presentar apenas concreciones llamativas o espectaculares, sí que sirve para ofrecer una explicación bien clara de cómo y por qué se forman las cuevas, así de cómo es su evolución como sistema dinámico a muy largo plazo. En su tramo final, unos silos prehistóricos mostraban con sorprendente elocuencia física y conceptual el ingenio de nuestros antepasados habitando el norte de la Península. En todo caso, el verdadero impacto visual de la visita lo ofrece la capilla, excavada dentro de la roca, integrada totalmente con la cueva y decorada toda ella con frescos medievales que muestran los martirios a los que fue sometido San Tirso, a quién originalmente estuvo dedicado el templo. La visita fue amena. Incluye un video inicial y, para nosotros, supuso un refrescante descanso, ya que la temperatura interior es muy inferior a la exterior, de modo que hicimos bien en abrigarnos con las cazadoras.

Aspecto del enclave de Ojogüareña. (Imagen propia).

Sentados a la sombra del acantilado. (Imagen: F. Perojo).

Listos para acceder a la cueva. (Imagen: M. Sánchez).

Vista parcial de las pinturas del techo de la capilla. (Imagen propia).

Disfrutando de la visita "espeleo-religiosa". (Imagen: F. Perojo).

Ya fuera de allí, en una gasolinera cercana, nos despedimos de Federico y de su máquina coreana, agradeciéndole sinceramente que nos hubiera acompañado, confiando en que lo hubiera disfrutado y esperando que se sume a las próximas ediciones y, a ser posible, durante más etapas.

Nuestro compañero Federico con su eficaz coreana y de fondo... un serbal de los cazadores. (Imagen propia).

Nosotros continuamos rumbo oeste por una carretera tranquila, agradable y fácil, hasta que dimos con un bar de pueblo en el que nos dieron bien de comer, menú del día, por 12€ cada uno y sin haber tenido que reservar. Es lo que tiene viajar, como decía mi admirado JL Algarra, por España a lo ancho. Al poco rato, al llegar a Santelices, tomamos rumbo sureste introduciéndonos en un espectacular cañón natural, por una estrecha y revirada carretera de perfecto asfalto e inexistente tráfico. Un tramo maravilloso digno de excursión rodada. En mitad del mismo, la parada en Puentedey es obligada. Parte del pueblo, que es bonito y sugerente, se levanta sobre un gigantesco puente natural de roca que el río se ha encargado de horadar a su paso por debajo. El túnel natural ofrece una sombra generosa en verano, posibilidades de baño y hasta un refrescante efecto Venturi que el aire se encarga por sí solo de mantener ligeramente activo para satisfacción de los visitantes.

Posando en el enclave. (Imagen propia).

La estampa clásica de Puentedey. (Imagen propia).

La segunda parte del tramo sigue tan deslumbrante y entretenida como la primera. Los farallones rocosos encajonan el río y dominan con altiva presencia el paso de los modestos motores monocilíndricos que petardean con alegría y sin descanso, siguiendo el sinuoso trazado. Y así, francamente divertidos, alcanzamos Villarcayo, habiendo dado cuenta de, al menos otras dos Merindades: la de Valdeporres y la del propio Villarcayo (Merindad de Castilla la Vieja). Atravesando la villa, tomamos rumbo sur y, a pocos kilómetros, oeste, por otra carretera perdida y estrecha que discurre junto al río Ebro. Allí, asomándose a un salto de agua, encaramado a la ladera de la ribera izquierda, se mantiene erguido el imponente monasterio de Santa María de Rioseco. O lo que queda de él, que es mucho y sorprendente. Es un complejo grande y elegante que se conserva parcialmente combinando ruinas con edificios enteros, así como estilos arquitectónicos con presencia gótica y complementos posteriores. Disfruta de una gran nave central y algunas dependencias cubiertas, y ya afianzadas mediante la conveniente restauración. A la espadaña del templo se puede subir por escaleras. Primero originales de caracol y después modernas y exteriores de refuerzo. Arriba la vista es magnífica. Del entorno y, muy especialmente, de todo el claustro, cuyas ruinas mantienen en pie un vistoso entramado de estructuras de piedra. Un paraje de película. El claustro se puede pasear y explorar más adelante. Lo mismo que otros patios y un recoleto jardín renacentista al que las lavandas invitan a visitar, y que se mantiene bien cuidado. Esta visita se la debo a Ana Maruri quien, hace años, sabedora de mi gusto por los parajes en los que la naturaleza pugna por invadir o cohabitar con las ruinas del pasado lejano, me lo recomendó con insistencia. Tardé mucho en cumplir con la visita, pero el destino estaba ahí, bien apuntado en mi recuerdo, y la Vespa me brindó la oportunidad.

Vista parcial del lugar desde la espadaña. (Imagen propia).

Santa María de Rioseco. (Imagen propia).

Esquina del claustro. (Imagen propia).

Detalle con lavandas. (Imagen propia).

El jardín renacentista. (Imagen propia).

De regreso a Villarcayo nos instalamos en un hotel fresco, cómodo y con piscina. Aseo, baño y cambio de atuendo para visitar a una pareja que pasa allí sus vacaciones y nos había invitado a cenar. Al acercarnos, cruzamos el parque del Soto, y el río, aunque ya atardecía, mostraba efervescencia humana a remojo. Ambiente festivo, veraniego, juvenil y popular. La cena fue en el jardín, la conversación de lo más agradable y las carrilleras insuperables. Al volver al hotel, excelente noticia ¡hacía hasta algo de frío!

2ª Etapa.

Sin prisa alguna, desayunamos de bufé antes de despedirnos del hotel. Pese al sol, el frescor de la mañana exigía, afortunadamente, la cazadora puesta. Tomamos rumbo sur hasta más allá del desvío de la tarde anterior. Eso nos permitió enhebrar otro cañón grandioso y circular pegados al Ebro, ahora sí, en el sentido del curso de sus aguas. Laderas tapizadas de bosque y farallones verticales de roca desnuda más arriba. Algún puente y, creo recordar, incluso puede que algún túnel.

En Valdenoceda nos desviamos hacia el sureste, penetrando en la Merindad de Valdivielso. Un poco más adelante, la carretera plantea la opción de continuar, o tomar una alternativa que, paralela a la anterior, transcurre por su norte y es más recóndita, secundaria y mucho menos transitada. Fue la que tomamos. Buen asfalto, sin líneas pintadas y apenas algún ciclista solitario por compañía eventual. Es la que pasa por Quecedo, y nos regaló otro tramo realmente fascinante. Un viaje en el tiempo a una España de mitad del siglo XX, de paisajes limpios, pueblos acogedores, tráfico casi inexiste y en la que, atravesarla en Vespa podía hacer sentirse al piloto todo un privilegiado, y el amo de la carretera. Ese tramo culmina con un repentino descenso sinuoso e inclinado que, atravesando un pinar de ladera, alcanza al Ebro en un embalse, para reunirse con la otra alternativa en Cereceda. Un poco más adelante, nos topamos con la carretera que procede de Oña y que nosotros tomamos hacia el noreste, en dirección a Trespaderne, rodeando la Merindad de Cuesta-Urria, aunque sin llegar a pisarla.

"España a lo ancho". (Imagen propia).

Myriam en ruta. (Imagen propia).

Cruzando el Ebro. (Imagen propia).

Encantados. (Imagen propia).

Fascinante carretera. (Imagen propia).

El tramo hasta Trespaderne es rápido para los coches y, por lo tanto, menos entretenido para nuestras monturas. Había poco tráfico y, por lo general, del tipo lento-turístico. Cruzamos la localidad sin detenernos y, mediante rectas de aspecto más castellano, continuamos hasta Pedrosa de Tobalina. A aquellas alturas el día se había tornado caluroso, así que nos detuvimos para visitar el magnífico enclave de su cascada y, una vez contemplado, no pudimos evitar instalarnos en él a la sombra de un árbol. Había gente en plan de playa fluvial. Una cascada de gran altura se precipita, superando un borde totalmente tapizado por vegetación, sobre una amplia poza de color verde esmeralda. Aquello parece casi un cenote en medio de Castilla. Me di un baño maravilloso. De esos que recuerdas toda la vida por la singularidad del lugar. Nadar, bucear, acercarme hasta la potente ducha natural de la cascada. Todo menos tirarme desde el borde superior, tal y como hacía la chavalería local, alardeando de su vitalidad juvenil, para entretenimiento de la ociosa concurrencia.

Cascada de Tobalina. (Imagen propia).


 

De nuevo en ruta, continuamos rumbo norte por paisajes abiertos, campos amarillos y horizontes más suavizados, demarcados por el perfil de crestas rocosas menos abruptas. Una reorientación hacia el nordeste nos permitió alcanzar San Pantaleón de Losa. Estábamos pues, ya, en la Merindad de Losa. El pueblo está rodeado de amarillentos campos de labor y, sobre él, emerge desde la tierra un peñón con forma de descomunal proa de gigantesco barco. Justo en su base está la iglesia del pueblo, de la que parte un camino, empinado, que asciende hacia la parte trasera del peñón. Allí atrás, el material rocoso desaparece enterrado bajo tierra, lo que permite, dando la vuelta, seguir ascendiendo por el lecho de la cubierta del imaginario buque. Y algo más arriba, cerca de su supuesta proa, se levanta una hermosa ermita dedicada a San Pantaleón.

En ella disfrutamos de una amena visita guiada. Mucho aprendimos sobre los detalles del templo, así como sobre el propio San Pantaleón. El santo, del que es famosa una reliquia con forma de ampolla de sangre, que con el tiempo ha sido dividida en dos (una se conserva en Madrid y la otra en Nápoles), médico él, en tiempos de los romanos, es también el de nuestro pueblo. También nosotros celebramos su onomástica en un lugar elevado, en ese caso sobre el mar, en la que es mi fiesta favorita del pueblo. Así pues, nos hizo ilusión visitar este otro enclave dedicado al mismo personaje. Allí, al norte de Burgos, la capilla está repleta de detalles tallados en piedra. Dentro y fuera del edificio, el cual, pese a sus pequeñas dimensiones, tiene mucho que ofrecer. Tanto de tardo-románico muy singular, como de posteriores pinceladas góticas modestas. Fuera de la ermita, remontando hasta la cúspide de la peña, un precipicio muestra el pueblo a nuestros pies, y la panorámica del entorno agrícola es hermosa.

Vista trasera de la ermita de S. Pantaleón de Losa. (Imagen propia).

Panorámica desde la peña. (Imagen propia).

Singular pórtico de entrada al templo. (Imagen propia).

La peña vista desde la carretera. (Imagen propia).

Pocos kilómetros más adelante surge un cruce de caminos cerca de una gasolinera. Tomamos el de la izquierda (noroeste) y, muy pronto, llegamos a nuestro destino: Quincoces de Yuso, con nombre de futbolista de época (defensa para más señas y, en su tiempo, pareja ideal de un tal Ciriaco). El pueblo se acomoda a lo largo de una recta de la carretera. Había varios bares, pero únicamente daban de comer en uno, que estaba repleto. Era viernes de agosto, así que nos tocó esperar, y entre poco se pudo ya elegir del menú del día. Después nos instalamos en el hotel. Modesto, pero fresco y confortable. Descansamos del calor hasta la hora de la fresca, que allí se da de forma más que notable. Tal es así que acaba uno poniéndose alguna prenda extra. En el centro del pueblo, junto a la carretera, había animación de jóvenes y niños jugando a una versión de bolos que nos resultó totalmente desconocida. El Tres Tablones. Las bolas son similares a las del pasabolo tablón, de esas que disponen de huecos de agarre para la mano. Los bolos, muy finos, también se parecen, así como la existencia de unos tablones longitudinales (en aquel caso chapas de hierro) sobre las que se plantan filas de bolos. Aunque en nuestro pasabolo únicamente hay una fila, en Quincoces son tres, paralelas y con tres bolos cada una, lo cual hace que haya nueve bolos plantados (en eso hay cierta semejanza con nuestro bolo palma). Otra semejanza es que allí también se birle, esto es, que haya tiradas de vuelta. E incluso la existencia de pequeños polos posteriores cuyo derribo cuenta más. En fin, que allí pasamos un rato descubriendo entresijos de la modalidad, hasta que llegó la hora de la cena.

Cogimos mesa en un ruidoso y animado bar, absolutamente colonizado por detalles decorativos del Athletic Club de Bilbao (la cercanía vasca se deja notar mucho por aquellos lares). Sabrosas hamburguesas de magnífico y pan, tinto de rioja y unos quesos muy ricos. Mucha gente yendo y viniendo, y conversaciones a nivel de megafonía gutural natural, sin necesidad de dispositivos. Como cualquier tasca que se precie del mismo Bilbao.

"Puente romano" de Quincoces de Yuso. (Imagen propia).

Joven "birlando" en Tres Tablones. (Imagen propia).

Aspecto de la disposición de la bolera. (Imagen propia).

3ª Etapa.

El desayuno fue más convencional aquella mañana. El día, de nuevo, totalmente soleado pero fresco a primeras horas. De vuelta al anteriormente mencionado cruce de caminos, tomamos dirección nordeste hacia Arceniega. Pocos metros después del cruce tuvimos la suerte de poder ver una nutrida yeguada de caballos losinos, raza autóctona que tratan de conservar y cuya capa predominante es la negra. El tramo que por allí se inicia es de una belleza rutera muy recomendable, pues la carretera se interna en un paraje rodeado de peñas cada vez más altas y verticales, combinando lechos más bajos de bosque, con rocas descarnadas en las elevaciones. La ruta asciende de forma moderada y progresiva, ofreciendo curvas para la diversión de conducción, hasta que se alcanza un túnel que da paso a la otra vertiente, con un panorama algo más abierto, pero igualmente impresionante. Un largo descenso bastante tendido regala infinidad de curvas de diferentes diseños, con un asfalto en perfectas condiciones.  Encontramos allí bastante tráfico (de sábado) pero, afortunadamente, casi todo él en contra.

Vista al salir del túnel que corona el puerto. (Imagen propia).

¡Será por peñas en Las Merindades! (Imagen propia).

Justo al llegar a la base del puerto, circulamos por una esquinita de la provincia de Álava. Apenas unos metros para desviarnos hacia la izquierda (oeste) y empezar a remontar otro puerto, camino de Villasana de Mena. Casi de inmediato ya estábamos de nuevo en territorio burgalés, donde un ascenso bastante frondoso nos mantuvo trazando virajes durante unos cuantos kilómetros más, adelantando a muchos ciclistas de apariencia deportiva. El puerto iba ganando altura. Los árboles acabaron por dejar ver las cotas superiores, y una afilada peña vigilaba el paso hacia el valle de Mena. Descendimos hacia él y su capital, Villasana de Mena, la atravesamos sin pausa. En ocasiones anteriores ya habíamos disfrutado de alguna estancia allí, donde conocemos gente que la frecuenta desde hace décadas. Tocaba pues salir del valle remontando. Allí la carretera es rápida, ancha y concurrida. Los coches nos adelantaban con velocidad, pero holgura. Todos ellos mostrándose respetuosos y empáticos con nuestras monturas. Parece que es algo que vamos comprobando edición tras edición, que cuando la gente ve Vespas con detalles de viaje (mochila u otros) y circulando por carretera (fuera de su habitual entorno urbano), percibe que se trata de una forma de viajar tranquila, singular y hasta nostálgica, y muestra simpatía y respeto por quienes así vamos.

Camino de Villasana de Mena. (Imagen propia).

Coronado el puerto se dan dos fenómenos geográficos. Uno, que el Transcantábrico (el Hullero, o el ferrocarril de La Robla; como cada cual quiera denominarlo) vuelve a reunirse con la ruta, pues desde Villasana ascendía algo alejado hacia el sur, aprovechando la boscosa falda de la peña. Dos, entramos en otra merindad más, la de Montija. Con ello quedaban visitadas todas menos una (la de Cuesta-Urria). Se sucedieron varios cruces y rotondas hasta que tomamos una carretera que, dirección oeste, pasa por varios pueblos. Es tranquila, estrecha y con algunas curvas, pero no demasiado retorcida. Pasa por Bercedo y finalmente alcanza Espinosa de los Monteros, localidad que, aunque burgalesa, se autoconsidera ¡y con razón! una villa pasiega más. No hay más que fijarse en las cabañas que, desde ella, salpican las laderas que surgen hacia el norte.

La villa estaba a reventar de visitantes, moteros y ciclistas. Una feria de miel de brezo ocupaba la plaza. En la oficina de turismo nos hicieron una excelente recomendación: visitar la colección de arte de Mena – Sánchez. Tomamos un refresco en una terraza a la sombra hasta la hora convenida y luego entramos. La colección resulta impresionante. Tanto por los nombres de pintores que atesora, como por las propias obras expuestas. Es casi todo arte español del siglo XX, aunque hay alguna cosa más. Muchos autores vascos, algunos otros y varias litografías de Dalí, Miró e incluso Picasso. Está en un edificio esquinero de la plaza, que por dentro han rehabilitado como museo. La cantidad de obras y el tamaño de algunas hacen que alguna que otra no sea fácil de contemplar, pero el conjunto resulta impresionante y, si se me permite el comentario, nadie se espera encontrar tal tesoro en una localidad como Espinosa. ¡Bien por ellos! Por el pueblo y por los propietarios de la colección, orgullosos de sus orígenes familiares.

Detalle "vespero" con el el que nos encontramos en la terraza de uno de los bares de la plaza de Espinosa de los Monteros. (Imagen propia).

Pidiendo perdón por la calidad de las imágenes (no era fácil fotografiar algunos de los cuadros), incluyo una serie de lienzos no por ser los que más me gustaron, sino por que sus temáticas muestran varios detalles del recorrido realizado por nosotros. "Espinosa" de Carmelo García Barrena. (Imagen propia).

"Puentedey. Burgos" de Román Izazkarai. (Imagen propia).

"Paisaje" de Marceliano Santa María. (Imagen propia).

De allí nos fuimos a visitar el modesto museo dedicado a los Monteros de Espinosa. Fue aquella una orden de tipo militar que prácticamente alcanzó el milenio de existencia. Fundada en el año 1006, comenzó como guardia nocturna de los reyes de Castilla, pasando con el tiempo a integrarse en la Guardia real. Durante la 2ª República, en 1931, no supieron entender lo que de valor tienen algunas instituciones de añeja tradición y la disolvieron, en vez de haberla transformado en alguna especie de valor intangible de la historia. El caso es que, actualmente, únicamente queda de ella el nombre, que se utiliza para una Compañía del Ejército de Tierra. El museo es poca cosa, pero había que visitarlo para hacer honor al nombre de la localidad y a su historia. En su entrada muestra un bajorrelieve de moderna factura, con el emérito plantado en lugar destacado (quizás convendría aplicar alguna actualización, dadas las circunstancias). Dentro abundan los maniquíes con diferentes uniformes de distintas épocas. Hay documentos, detalles antiguos encontrados en campos de batalla cercanos, algunas maquetas recreando escaramuzas bélicas y una vitrina llena de soldaditos de plomo de diferentes ejércitos antiguos. Además, infografías ilustrativas. Lo dicho, poco contenido, pero, al menos, pica en Flandes a modo de homenaje permanente. Por lo visto, cada año, en espinosa se celebra una representación teatral que narra el origen de los Monteros, un intento de envenenamiento al conde de Castilla Sancho García por parte, según cuenta la leyenda, de su madre, compinchada con un moro (no me sean ustedes pejigueros, que en aquel contexto histórico, hace más de un milenio, a los musulmanes, por estos territorios, se los llamaban y consideraban moros).

Entre los trajes de los Monteros y de la Guardia Real a la que pertenecieron finalmente, había uno de motorista de escolta. Se ve que rodaban en unas Harley-Davidson Electra Glide. (Imagen propia).

Comimos de menú de fin de semana, me tomé un café y nos pusimos de nuevo en marcha para regresar por el mismo camino por el que accedimos a las Merindades: el puerto de Lunada, entonces ya en espectacular descenso. Finalizamos la Vespada pasadas las cinco de la tarde y francamente satisfechos. Ambas motos se comportaron estupendamente y el balance fue mucho mejor de lo previsto. El año que viene más, otra ruta ya está cocinando.

Ascendiendo Lunada por su vertiente sur. (Imagen propia).

Paso a nivel con barrera en La Cavada, casi bajo la Portalada de Carlos III. A ver si en Madrid se van a pensar que son los únicos... (Imagen propia).


ARCHIVOS CULTURALES VESPA (4)

Un año más, vuelvo con una de estas recopilaciones de aspectos culturales relacionados con la Vespa. No es una obligación autoimpuesta, si...